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Andrea recomienda: morir soñando
02.05.2016
Nueva York sigue siendo una ciudad de soñadores. Algunos, unos cuantos, quedan por el camino. Otros, se materializan en edificios asombrosos, en aplausos de pie a sala llena, en avenidas legendarias, en pequeños comercios o barrios enteros de soñadores de otras épocas.
Manhattan es la piedra Roseta del siglo XX.- Rem Koolhaas
Llegué en ómnibus. Hacía frío y caía esa llovizna liviana pero porfiada. La parada de destino se encuentra en la intersección de la 11 y la 33. Cerca de la ribera del Río Hudson. No hay techo o refugio de ningún tipo. Solo unos tímidos cartelitos indican los nombres de las compañías de transporte
Rodeado de ruidosas obras en construcción, gigantescas maquinarias y ejércitos de hombres como hormigas laboriosas, uno se siente pequeño.
Lo mismo deben haber sentido los miles de inmigrantes que llegaron en los albores de su urbanización. Nueva York sigue creciendo y los rascacielos siguen desafiando la encorsetada racionalidad del damero de cuadras cortitas.
En la intersección de la calle 42 y la avenida Lexington hay uno de los más icónicos. Una imponente mole estilo Art decó de 319 metros. El edificio Chrysler.
Coronado por una pirámide de acero nirosta y ocho gárgolas en forma de águila, a semejanza de las que adornaban los capó de los automóviles de la marca. Digno de la mismísima Gotham City. Junto a su silueta solo falta la señal luminosa del comisionado llamando a Batman.
Un sueño a lo grande.
El magnate automovilístico que provenía de una familia humilde de Kansas pagó la torre de su propio bolsillo. Contrariando incluso las indiferentes estadísticas de la época, no murió un solo trabajador durante su ejecución.
Durante toda la construcción rivalizó por el título del edificio más alto del mundo con la torre del Bank of Manhattan. En cada presentación pública los promotores sorprendían con más niveles y mayor altura. El competidor pretendía superar al Chrysler por apenas dos pies. La prensa se regodeaba en la disputa.
En la recta final el desenlace fue digno de la gran pantalla. El remate de la cúpula y la antena del Chrysler se construyeron en secreto dentro de la torre y en solo dos horas se agregaron sesenta metros para hacerse con el galardón.
Fue un miércoles de 1929. Pero no uno cualquiera. Al día siguiente el jueves amaneció negro. La hazaña pasó desapercibida.
El edificio mantuvo el titulo escasos meses hasta que se lo arrebató el Empire State con unos indiscutidos 443 metros, pero a esa altura muchas más cosas se habían perdido.
¿Qué pasó con el edificio del Bank of Manhattan?
Muchos años después lo compró el hijo de unos inmigrantes y lo rebautizó con el poco original nombre de Trump Building.
Para coronar su ego también existen: la Trump tower y el Trump hotel.
Al igual que el edificio, ojala su propietario siempre llegue en segundo lugar para no tener que lamentar algún día el Trump wall.
Pero si los títulos de altura no son para siempre, si lo son los diamantes. Otro lugar recomendado para percibir Nueva York y sus complejidades es el Diamond District. Apenas dos cuadras de la calle 47 donde uno tiene la impresión de que ahí se está vendiendo el mundo.
Estados Unidos es el país más consumidor de diamantes del planeta. El noventa por ciento de ellos entra por la ciudad de Nueva York.
Sus comerciantes se reconocen "discretos" pero la comercialización de diamantes supera los 24.000 millones anuales. Cifra superior al producto bruto de varios países. Inimaginable desde esa primera transacción entre colonos y nativos. La exorbitante suma de veinticuatro dólares. A cambio: la isla de Manhattan.
La influencia dominante del distrito la ostentan cientos de judíos ortodoxos. Muchos de ellos descendientes de refugiados de la invasión nazi a los Países Bajos y Bélgica.
La calle tiene sus tradiciones. Los teléfonos celulares no paran de sonar. Pocos hablan en inglés. Las vidrieras encandilan.
Para estos creyentes los compromisos más trascendentales se llevarán a cabo seguramente mucho más arriba, pero en los pisos superiores, a unos pocos metros, se materializan los negocios importantes.
Las tratativas se sellan con un apretón de manos y el riguroso "Mazal u'bracha". Suerte y bendiciones.
Pueden encontrar en el ciberespacio, hectáreas de recomendaciones sobre todo lo que se puede hacer o ver en Nueva York. Solo hace falta recorrer para encontrarse dentro de esas escenas tantas veces vistas, al punto de sentirlas familiares. Pero Nueva York no se conforma. Sigue soñando.
Así nació la High line. Un parque público al oeste de Manhattan, sobre un antiguo tramo de una vía de ferrocarril sobreelevada a nueve metros del nivel de la calle.
Para su remodelación y diseño, el grupo de amigos de la High line llamó a un concurso internacional y como si la propuesta no fuera de por si lo suficientemente seductora, se invitó a los participantes a ser audaces.
En 2014 finalizó La tercera etapa. Vale la pena recorrer sus dos kilómetros de rincones de diseño. Una victoria de la naturaleza entre rieles antiguos, vistas sorprendentes y atardeceres. Un ejemplo extraordinario de recuperación urbana y de participación.
Para los amantes del Street food esta es la ciudad indicada. Dicen que si uno quiere probar la cocina de todo el mundo, no es necesario dar la vuelta al planeta. Simplemente tiene que visitar Nueva York.
Además de los Hot dogs y pretzels comprados a los vendedores ambulantes, que sin dudas también hay que probar, la ciudad ofrece otras autenticas especialidades locales. Solo hay que saber donde buscarlas.
Introducidos en Nueva York por los inmigrantes de Europa del este en el siglo diecinueve, los auténticos bagels se encuentran en Russ & Daughters desde 1914 en la Houston Street.
Luego de pasar por Doughnut Plant en la calle 23, las donas nunca volverán a ser lo mismo. Elaboradas a la manera tradicional pero con sabores nuevos y originales. Mermelada casera, vaina de vainilla, pistachos, tres leches o té verde. Acá hay donas cuadradas y la especialidad de Creme bruleé ni siquiera tiene el hueco al medio. A pesar de que mi estadía era por unos pocos días, visité el local en dos oportunidades.
Si su espíritu aventurero es más medido o el clima no colabora pueden visitar Eataly en el Flatiron District o el Chelsea Market. En el primero además de una serie de locales de gastronomía italiana pueden encontrar accesorios para cocinar y un muy buen café.
En el Chelsea Market la propuesta está en la variedad e incluso se puede optar por una langosta adquirida por su peso en libras.
Si no saben de que manera atacar al crustáceo como en mi caso, los comensales asiáticos les darán indicaciones. En su idioma natal y todos al mismo tiempo. La experiencia resulta inolvidable.
Imperdible la librería para los amantes de la gastronomía y el arte.
Dentro y fuera de los mercados todo se puede encontrar. Cada cultura de cada soñador está presente. Burritos, souvlaki, ribs o tamales, knishes, ostras, arepas y más.
Puede pasearse por los sabores del mundo o simplemente, morir soñando.
Morir soñando
(Bebida tradicional de Republica Dominicana) Leche condensada, azúcar, Jugo de naranja o de maracuyá, hielo.
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