“La zona de interés”: el paraíso puede estar situado a 30 metros del infierno

Andrés Vartabedian


Óscar a Mejor Película Internacional y Mejor Sonido, ganadora del BAFTA (el premio de la Academia británica) por partida doble, reconocimientos en Cannes también para su director, Jonathan Glazer, premios en Toronto, etcétera, etcétera. Por encima de galardones, un gran hallazgo de este 2024, toda una experiencia cinematográfica, a la que, más allá de gustos, se le debe reconocer la originalidad de su planteo, su consecuencia con una idea y su desarrollo riguroso, preciso y estremecedor.

Una familia, algunos amigos, una tarde de campo, el calor, el río, las zambullidas, el chapoteo, los niños que se cansan, se duermen, sus padres que los aúpan, los miman; luego, de retorno al hogar, ya en el auto, se despiertan, discuten entre sí por nimiedades... Nada especial, o lo especial de la cotidianidad. Una familia en funcionamiento. Se percibe cierta armonía. Todos descansan tranquilos esa noche. El padre, como es habitual -lo comprobaremos luego-, cierra las puertas de la casa y es el encargado de apagar las luces. Es meticuloso, parece seguir un patrón, una secuencia. Es el único que no se duerme inmediatamente; acostado, asoma reflexivo. Quizá esté pensando en el cumpleaños del día siguiente, el suyo. Quizá.

He aquí la secuencia inicial de La zona de interés, el multipremiado filme de Jonathan Glazer. El semblante del relato no cambiará grandemente en los siguientes minutos, salvo la alteración en la rutina que ocasionará la noticia, y posterior concreción, del traslado al que debe someterse el padre; al menos el padre, sino todos. Además de la rutina, quien se alterará de forma enérgica será la madre de la familia, que no pretende aceptar la medida sin hacer escuchar sus reparos y proponer alguna alternativa, por más ascenso que signifique aquello para su esposo.

Lo que sabremos rápidamente es que se trata de la familia Höss, la familia compuesta por Rudolf y Hedwig Höss (los impactantes Christian Friedel y Sandra Hüller) y sus cinco hijos. Para la historia, Rudolf Höss es el comandante por excelencia del complejo de campos de concentración, trabajo y exterminio denominado Auschwitz, en la Polonia ocupada por los nazis (básicamente: Auschwitz I, el campo de concentración original, donde funcionó la administración del complejo, los almacenes, la lavandería, las clínicas médicas en las que se experimentaba con seres humanos, una cámara de gas y un crematorio; Auschwitz II-Birkenau, el que solemos ver en las películas, el más grande de todos los creados en Polonia, campo de trabajo forzado y exterminio que comenzó a funcionar en marzo de 1942; y Auschwitz III-Monowitz, campo específicamente de trabajo, de trabajo esclavo, abierto en octubre de ese mismo año; a estos tres se le sumaban 45 subcampos de trabajo). La "zona de interés" (Interessengebiet) es justamente todo ese predio, de unos 40 km², protegido del mundo exterior, de acceso restringido, que ocuparon todos estos campos y subcampos de explotación y muerte.

Miembro de las SS desde 1934, ascendió hasta el grado de teniente coronel; habiendo formado parte de los campos de Dachau y Sachsenhausen, en mayo de 1940 fue nombrado comandante del recientemente creado campo de concentración de Auschwitz, el que diseñó y organizó de acuerdo a sus preferencias y al que en tres años transformó en la mayor maquinaria de aniquilamiento de judíos y gitanos y en una fuente importantísima de ingresos para el régimen nazi, "alquilando" prisioneros a las empresas alemanas. Hacia fines de 1943 fue designado subinspector de la Central de Inspección de Campos de Concentración en Oranienburgo, pero retornó a "su" campo y a su hogar en mayo del 44 -por once semanas- para supervisar el exterminio de los judíos de Hungría, operación que justamente se denominó Aktion Höss. Rudolf Höss, junto a su familia, vivía a 30 metros de la valla del campo y a 170 metros de la chimenea del crematorio de Auschwitz I. Fue uno de los responsables intelectuales y ejecutores del asesinato de alrededor de 1.000.000 de personas.

Fue un monstruo, podríamos pensar; un sujeto de maldad excepcional, fuera de la categoría de lo humano, fuera de la moralidad con la que pretendemos identificar a nuestra especie; tal vez alguien relacionado a lo demoníaco; o un fanático, un psicópata, o un sociópata, al menos; un débil mental, en todo caso. Quizá no sea necesariamente lo que pensamos, sino lo que quisiéramos pensar. Quizá esa sea la única manera de poder enfrentarnos y asumir tanta acción atroz, tanta perversidad, tanta razón puesta al servicio de la destrucción, tanta destrucción de la razón, de nuestra razón. Tal vez solo así podamos ver a Höss menos parecido a nosotros.

He aquí quizá el mayor problema que debemos afrontar: Rudolf Höss pudo haber sido cualquiera de nosotros, un hombre común, un hombre corriente, un burócrata más, un alguien intentando cumplir la ley como lo hacemos a diario la mayoría de nosotros, un alguien que respeta las normas del rol para el que fue designado. Rudolf Höss, también su esposa Hedwig, son tan parecidos a nosotros que aterran. Son seres muy humanos, seres que aman a sus hijos, que proyectan como familia, que se aquerencian, que discuten por decisiones cotidianas que pueden afectarlos, que festejan sus cumpleaños,  que juegan y se divierten, que sostienen rutinas, que intentan cumplir con sus tareas de la mejor manera, que aman a los animales... Son seres, en definitiva, banales.

Este es el concepto que acuñara Hannah Arendt en su recordado, trascendente y controvertido trabajo Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal, precisamente a partir del juicio que se le realizara en Jerusalén, en 1961, a Adolf Eichmann (teniente coronel de las SS durante el nazismo y uno de los principales organizadores y ejecutores de la Solución Final a la Cuestión Judía -como se la denominara en aquel período-, líder de su logística) y que ella cubriera para la revista The New Yorker. Una idea que más que involucrar al mal cometido, en sí mismo, involucra a los agentes de ese mal. La directora Margarethe von Trotta recoge esta peripecia vital de la filósofa alemana de origen judío en su fascinante filme Hannah Arendt (2012), en el que también sintetiza estupendamente el concepto que aquella legara para todo el pensamiento occidental contemporáneo.

Probablemente haya matices que diferenciaron a Eichmann de Höss y podríamos debatir al respecto: podríamos decir, por ejemplo, que Höss se mostró como un antisemita más acabado que lo que podría ser Eichmann, que ni para sí ni para Arendt lo era, al menos en los términos habituales, con los que asociamos al propio Hitler, por ejemplo; podríamos discutir si organizar el transporte de los deportados hacia los campos de concentración, el ir y venir de trenes, comporta la misma responsabilidad que diseñar, organizar y dirigir el mayor lugar de aniquilamiento que existiera durante la Segunda Guerra Mundial; podríamos establecer que la intencionalidad de destrucción o el involucramiento personal en las decisiones tomadas parece quedar mucho más claro en Höss que en Eichmann, quien hasta último momento sostuvo -como la mayoría de los nazis juzgados- que no había sentimientos involucrados en la ejecución de su función, nada personal contra los judíos, que simplemente era una pieza más de un engranaje que necesitaba de su función para echarse a andar y que lo hacía estrictamente en cumplimiento de la ley y de las órdenes que recibía, que nada de lo efectuado lo había sido por iniciativa propia. Sin embargo, serían eso: matices, y no es el momento de dar ese debate.

De cualquier manera, la idea central del pensamiento arendtiano es la que aplica Jonathan Glazer: nos encontramos frente a hombres y mujeres comunes y corrientes, hombres y mujeres promedio, hombres y mujeres "normales". El problema principal es justamente ese, que el mal más grande puede ser cometido por seres "anónimos", sin grandes intenciones malévolas o corazones particularmente crueles. Son seres humanos que se niegan a ser personas, diría Arendt, ya que no se preocupan de distinguir entre el bien y el mal, son incapaces de pensar, pensar desde el lugar de los otros, son irreflexivos hasta por falta de imaginación, y eso es lo que puede convertirlos en criminales de esta envergadura. He allí donde radica la banalidad del mal.

Para Hedwig Höss, su mayor preocupación es que los tilos se estén poniendo amarillos. Hace tres años vive allí con su familia y se siente realizada. Desde que era adolescente, junto a Rudolf, ha soñado con esta vida. Tiene su espacio vital, como pretendía el Führer para su nación, sus hijos crecen "sanos, fuertes y felices", su familia recibe todo lo que necesita en la puerta de su hogar, ella misma ha diseñado el huerto y el jardín contiguos a la casa (piscina e invernadero completan el lugar). Con todo su ser pretende conservar lo construido. Es su orgullo. Es su paraíso. Lo han construido a base de esfuerzo y dedicación. Detrás del muro que limita su finca sucede lo atroz, estamos en Auschwitz, pero eso parece ser harina de otro costal. Lo sabemos nosotros, lo percibimos nosotros, ella hace escasa referencia a los judíos -o a los gitanos, posteriormente-, y su destino final, ya es parte de su cotidianidad. No pone el más mínimo reparo a lo que allí acontece, simplemente es el trabajo de su marido. Cuando el aire trae el mal olor de los cuerpos incinerados o de la suciedad de esos cuerpos esclavos, sus empleadas se encargan de cerrar las ventanas, lo mismo que de entrar la ropa en caso de que el viento transporte las cenizas hasta la ropa colgada -cenizas que también pueden servir de abono para la tierra de su jardín, claro, y que algún otro sirviente esparcirá y mezclará, como corresponde-. Ella sueña y duerme, atiende a sus hijos e hijas y oficia de jardinera. Cada cierto tiempo, elige entre los bienes confiscados a los judíos lo que pueda serle útil o quedarle bien, a ella o a sus amigas. También, cual migajas, cede algunas pertenencias a sus empleadas domésticas -de origen polaco, por supuesto, ningún judío puede ingresar a su casa-. Mientras tanto, su marido cumple con su deber en el campo de concentración y exterminio, sale con sus hijos a pescar o realizar paseos a caballo, les lee cuentos para ayudarlos a conciliar el sueño, y es el último en acostarse, por lo que se encarga de cerrar todas las puertas y apagar todas las luces.

Del asistir a esta gélida rutina, a este accionar impasible, únicamente ocupado en verse a sí mismo, impermeable a reconocer al otro como ser humano sufriente, a reconocerlo directamente como ser humano, a secas, es que surge lo inquietante y escalofriante en La zona de interés. Nada de lo que sucede al lado parece afectarlos o movilizarlos. Son seres que disfrutan de su existencia, que viven placenteramente, el contexto no se los impide en lo más mínimo. Es cuando asumimos esto, y cuando asumimos que todo lo que veremos de Auschwitz será ese transcurrir vital arrogante e indiferente, que el solo acompañamiento de esa rutina se torna perturbador: todos sabemos lo que está aconteciendo mientras tanto.

Jonathan Glazer elige no mostrarnos el horror, no conmovernos a través de las víctimas y sus padecimientos, elige evitar lo explícito. Como pocas veces, lo atroz está sugerido, se deduce, se intuye. La información que nos va acercando a lo que no vemos se nos proporciona como por goteo, nos horada lentamente, a través de conversaciones cotidianas, de cierta ropa que se reparte en la casa, de algunos elementos que resultan morbosos en manos de los niños, de la referencia a diamantes dentro de pastas dentífricas, de la limpieza de una botas que asoman ensangrentadas, de unas siluetas entre pajonales a las que se maltrata, de fuegos permanentes y chimeneas humeantes, y sobre todo de los sonidos, de los ruidos y las voces.

En este sentido, el empleo del fuera de campo (todo lo que sucede fuera del encuadre del plano y puede inferirse por el sonido u otros recursos cinematográficos, como pueden ser los gestos y miradas de los actores, entre otros) es crucial en La zona de interés. La calidad de su elaboración lo tornan deslumbrante, esencial, imprescindible, un diferencial. Johnnie Burn, su diseñador de sonido, calculó distancias para valorar volúmenes, pensó en el rebote de los sonidos del campo, en su eco, recogió testimonios de lo que allí sucedía para recrear las acciones desde lo que podía percibir el oído, grabó voces en distintos idiomas, ruidos de hornos, de botas, de maquinaria, calculó cómo podría percibirse el dolor desde esa casa, el ruido de los disparos, del ladrido de los perros, los gritos. Burn recreó el universo sonoro de Auschwitz y lo hizo considerando la distancia a la que se encontraba la casa de los Höss.

Sin embargo, quizá lo más importante es que Jonathan Glazer no solo construye su fuera de campo a partir de sugerencias sonoras o imágenes recortadas, continuidades espaciales deducidas, lo construye también a partir de todo el bagaje cultural que como espectadores, como ciudadanos de este mundo, poseemos acerca de lo sucedido en Auschwitz; lo construye a partir de todo lo que hemos escuchado, lo que hemos leído, lo que hemos visto, de todos los relatos que poseemos, de todas las películas posgenocidio que han contribuido a generar la representación de lo atroz que hoy poseemos. ¿Podría existir este filme sin todos los anteriores? ¿Tendría el mismo valor que hoy le estamos otorgando? Probablemente no. Para que este filme se construyera de la manera en la que se construyó, todo lo anterior tuvo que haber sucedido, es una condición necesaria.

Incluso presenta algunas referencias que ni siquiera así podrían ser fácilmente deducibles y sobre las que la mayoría del público debería investigar mínimamente para lograr interpretarlas correctamente. Por ejemplo, en una conversación coloquial entre amigas, Ludwig Höss se burla de la confusión en la que cayó una cuarta mujer, no presente en ese momento, cuando ella le enseñó uno de los productos provenientes del campo de concentración. Cuando refirió que el producto provenía de "Canadá", la persona en cuestión le preguntó cómo se las había arreglado para ir tan lejos. Las amigas ríen, alguna asume comprensible el error, y continúan luego con otra anécdota. Canadá o Kanada fue la denominación que los prisioneros dieron -y luego parecen haber adoptado los propios perpetradores- al conjunto de barracones en los que se almacenaban los bienes expropiados a los judíos. Dadas las condiciones en las que vivían los prisioneros encargados de trasladar los objetos -muchos de ellos de valor-, seleccionarlos, reagruparlos, inventariarlos, etcétera, se dice que asociaban ese lugar al país norteamericano, vinculado idealmente al bienestar y la riqueza.

Este es el mundo cerrado que nos presenta Jonathan Glazer, quien, al tono realista con el que decide mostrarlo lo interrumpe con tres momentos en los que funde la pantalla en un solo color: negro, en primera instancia, blanco, en la segunda oportunidad, utilizando el rojo para el tercer fundido. Estos momentos tienen una duración de varios segundos, incluso minutos en algún caso, siendo el más largo el del comienzo, ni bien nos presenta el título de su película. (Este inicio quedó intencionalmente de lado al comenzar este artículo). Estos fundidos están acompañados de ciertos sonidos fuertes, distorsionados, que nos alteran y nos alertan; son incómodos, más aún para ese naturalismo en el que se mueve el resto del filme, dejando en evidencia la idea de artificio y de engaño en la que nos estamos moviendo. No parecen vinculados a las imágenes que observamos previamente o que observaremos a posteriori de ellos; asoman como una clara pista de que nada es tan simple como parece, ni tan bucólico, ni tan limpio; y más allá del aparente olvido de ellos en el que caemos al desarrollarse la trama del filme, es indudable que continúan actuando en nuestro registro mental, funcionando también por acumulación. En el momento en el que se produzca una nueva ruptura del realismo (la que evito explicitar aquí), ya no habrá sobresaltos ni sorpresas, algo en nosotros -espectadores- se encontrará preparado para asumirla, asimilarla y ubicarla correctamente en el rompecabezas que se nos ha planteado.

Glazer es riguroso, disciplinado, preciso, se ciñe a su plan sin dudas ni ambages. Trabaja sobre la idea de la banalidad del mal y parece señalarnos con el dedo: llegado el caso y dadas las circunstancias, todos somos capaces de Rudolf Höss, todos somos capaces de Hedwig.

Sin embargo, hay quienes optan por la reflexión y dan lugar al otro. Es allí donde asoma la esperanza: en medio de la oscuridad de la noche y de la quietud de la casa, aprovechándolas, un personaje (pero también un ser humano que existiera en la vida real y en aquel marco, aunque desde otra función que la que le asigna el filme) toma su bicicleta, se dirige hacia algunas de esas zonas de las que únicamente escuchamos ecos durante el día y deposita manzanas en distintos sectores. Lo hace y retorna a su lugar de trabajo. La cámara que la registra es térmica (Glazer y su equipo optaron por no agregar iluminación cinematográfica a sus escenarios, por lo que esa era únicamente la forma en que podía verse algo que los ojos no alcanzaban a ver), registra su calor, no hay color, distinguimos solo su silueta. La imagen parece un negativo, y esto funciona tanto desde la literalidad como desde la metáfora: es la contracara del resto de lo que somos testigos. Es sinónimo de vida, y es la decisión individual que se ubica como antónimo del mal y nos dice que eso también es posible. Y además, en la pantalla, brilla. En ese contexto en el que su gesto no parece real ni posible, ella brilla, ¡vaya si brilla! La opción técnica se transforma así no solo en una opción estética, sino también en una opción moral.

No es de extrañar que luego de estos episodios, haya lugar en la pantalla para la música y la poesía. El arte, que logra imponerse y sobrevivir aun en las peores circunstancias, sigue siendo lugar de refugio, de reflexión, de rebeldía. Destituye a la muerte y nos hace mejores en la vida. De ello también da cuenta Jonathan Glazer.

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Ficha técnica

Título original: The Zone of Interest

Reino Unido/EE.UU./Polonia, 2023, 106 min.

Dirección: Jonathan Glazer

Producción: Ewa Puszczynska, James Wilson

Guion: Jonathan Glazer

Música: Mica Levi

Fotografía: Lukasz Zal

Edición: Paul Watts

Elenco: Christian Friedel (Rudolf Höss), Sandra Hüller (Hedwig Höss), Johann Karthaus (Claus Höss), Luis Noah Witte (Hans Höss), Nele Ahrensmeier (Inge-Brigitt Höss), Lilli Falk (Heideraud Höss), Anastazja Drobniak (Annagret Höss), Cecylia Pekala (Annagret Höss), Kalman Wilson (Annagret Höss)

 

Imagen de portada: La familia Höss, junto a amigos, disfrutando de una tarde de sol en la piscina ubicada en el jardín de su casa. Al fondo, detrás del muro, el campo de concentración y exterminio Auschwitz I. Crédito: Los Angeles TImes.

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2024-04-09T09:50:00

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