Cuentos para el fin de semana
Cuentos para el fin de semana
06.03.2015
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Los cuentos de este viernes son: "Las vacaciones y los rusitos en Córdoba", de Beatriz Quiroga Embrujo de luna, de Elizabeth Óliver de Ábalos Las Pirámides I, de Felipe Esquivel --- "Las vacaciones y los rusitos en Córdoba" De Beatriz Quiroga De repente me vi en la estación de tren junto con otros chicos. Sombrerito de piqué, blusita blanca, pollera pantalón azul. Y una bolsa cuadrillé con cinta hilera colgando de mi pequeño hombro. "Esta nena tiene que ir a la Colonia de vacaciones de La Fundación "Evita" señora", había sentenciado un tiempo antes la directora de la Escula Nº 1 de Adrogué. Volví con un repertorio de canciones y de malas palabras. Más gordita, el pelo cortito lleno de piojos, raspaduras en las rodillas y una herida en el mentón. Había subido a un paredón, y haciendo equilibrio me caí, me lastimé y me cosieron con tres puntadas. Por eso, al año siguiente, fui a pasar las vacaciones de verano a la chacra de unos tíos abuelos que vivían en Córdoba. "Mire m´hijita, acá usté no tiene chicos con quién jugar, pero su madre está tranquila, nada le pasará" repetía tío Eugenio mientras se acomodaba la boina o acariciaba la punta de mi nariz. Todas las curiosidades del cielo y de la tierra estaban ahí… Un molino quieto, un remendado espantapájaros asustándome en el maizal. En el estanque los peces rojos nadando veloces. Los colibríes de plumas luminosas y las mariposas de colores subían y bajaban al alcance de mis manos. Cada tarde esperaba en la tranquera a "los rusitos" que venían a buscar la leche. Tía Celina se la hervía temprano "para que no se les eche a perder", "pobrecitos vienen de la guerra y no saben hablar como nosotros", repetía con ternura. De lejos los veía llegar en fila, iernas flacas y lento andar, marcando el paso marcial, hasta detenerse en la puerta del portón. Los tres con ojitos de pálido gris. Las nenas de vestido azul con tablitas, dorada melena con trencitas y flequillo. El chico de unos once años, mameluco azul a la rodilla y enormes orejas sosteniendo la cabeza rapada. Algunas veces se quedaron a jugar. Tía Celina consiguió el permiso y puso "al fresco la leche". Nos subimos a los árboles y juntamos ciruelas. Un domingo vinieron a pasar toda la tarde. Otto, trajo su pequeño acordeón. Comimos arroz con leche con bastante canela. Con la fresca tía Celina nos llevó "para no ser herejes ni salvajes" a la Capillita de piso de tierra que tenía en la chacra. Allí nos juntamos con los chacareros de la zona y el cura. Las mujeres vestidas de percal y un tul bordado en la cabeza .Los hombres engominados, prolijas bombachas y blancas alpargatas. Jamás olvidaré aquel atardecer. Los tres en fila. Otto con su acordeón al hombro, un tarro de leche en cada mano y sus hermanas con las canastitas de frutas colgadas en sus brazos, parecían fundirse con el sol a lo lejos. Pasaron los años. Hoy cierro los ojos y vuelvo a ver aquel verano, mi partida a la Colonia de Vacaciones de la Fundación Eva Perón, la silueta de mi madre desdibujándose entre el humo del tren, mis lágrimas, los saltos riesgosos, mi rodilla sangrando. Deslizo la mano por mi mentón y ahí escondida, está la marca de aquella caída. Y tampoco los años borraron las vacaciones en la Chacra de mis tíos viejos. Aquel jugar, reír, cantar y bailar con mis tres extraños soldaditos de los ojos tristes. Y mi última tarde de domingo con los rusitos. La misa en la Capillita de la Chacra. Otto con su pequeño acordeón. Sus hermanas cantaron y se zarandearon conmigo hasta caernos de risa. Otto nos levantó. Por instantes quedé colgada a su cuello. Oí sus carcajadas, sentí los latidos de su corazón y vi su acordeón, casi como escondida entre las margaritas del cantero del jardín. Después de mucho, mucho tiempo, me contaron que los rusitos eran alemanes, hijos de un ex oficial nazi que por esos tiempos se había escondido en la Provincia de Córdoba. Y que un día muy enojado revoleó el acordeón de Otto y que cuando el niño intentó rescatar su instrumento del aljibe, el pobrecito se cayó y se ahogó. --- Embrujo de luna De Elizabeth Óliver de Ábalos Casi a las 8, cuando Sofía estacionó el auto en Garibaldi y Ocho de Octubre, todavía no había oscurecido totalmente. Era una noche tremendamente calurosa, de atmósfera pesada. Antes de entrar al bar, esperó a Elena y Amanda, que descendían de un taxi. Mariana había llegado antes –como siempre– y levantaba el brazo muy sonriente desde una mesa ubicada justo bajo el aparato de aire acondicionado. Eran amigas de toda la vida. Se habían jubilado las cuatro casi juntas el año anterior, y lo festejaban infaliblemente una vez al mes. Les gustaba salir entre semana, ya no había que padecer las aglomeraciones de los feriados porque se habían terminado los madrugones. Tomaban unos cuantos whiskys con picadillo y más tarde, café y sándwiches calientes hasta determinar por unanimidad que Sofía estaba en condiciones de conducir... no fuera cosa de llevarse un árbol por delante y al otro día salir escrachadas en los diarios como "cuatro sexagenarias en estado de ebriedad". Pero esa noche fue diferente. Mariana se había quemado con el horno y le dieron antibióticos. Elena había presenciado un robo violento en la calle y tomó un sedante. Amanda había discutido con su hijo y estaba sintiendo la gastritis. Sólo Sofía podía tomar alcohol... pensó si estaban en "el Pecos" o en Don Orione, pero obvió los comentarios y las acompañó con refrescos. Se habían divertido al máximo, como siempre. A la 1 y media, Sofía ya las había repartido a todas y estaba de regreso. Conducía por Rivera hacia el este con las ventanas abiertas y escuchando tangos en radio Clarín. La calle estaba desierta, la detuvo el semáforo de Comercio y encendió un cigarrillo. Fue en ese momento, al levantar la vista, que la vio. Si hubiera tomado whisky, habría pensado que era un ovni, pero no. Era verano, hacía un calor de locos y había más humedad de la tolerable... simplemente, era la luna llena... ¿simplemente...? La visión era increíble... aquel círculo perfecto, enorme, de un amarillo casi naranja, parecía apoyado –allá arriba– en la azotea del edificio de la esquina con Atlántico. Sofía se sintió cautivada por aquella maravilla... pensó que era la refracción, ilusión de óptica... pero razonar no adelantaba nada, seguía ahí, mirándola, como si no existiera nada más que la luna y ella. El cambio de luces la volvió a la realidad... ¡amarilla! Se le había pasado la verde "mirando la luna"... aceleró y cruzó antes de la roja. Sofía era tan estricta para conducir, que no le importaba la hora ni la soledad de las calles para obedecer las ordenanzas. Detenía el auto en cada semáforo. Aparcaba para atender el teléfono celular o para hacer una llamada. No encendía un cigarrillo si no podía detenerse para hacerlo, pero si llegaba a vérselas mal... contaba con su spray paralizante, y con su coche, el arma más eficaz en caso de necesidad... Se sintió en falta por la dilación de su reacción. Había acelerado tanto, que el auto le pidió la cuarta en menos de una cuadra... le obedeció, estaba compenetrada con esa máquina al punto de sentirla parte de su propio ser. La luna seguía ahí, quieta, inmóvil, inmensa, parecía más grande cuanto más cerca estaba, como si fuera realmente a alcanzarla. Había llegado al cruce con Asturias –el final de la bajada–, y emprendía el repecho más rápido de lo que acostumbraba conducir... La luna la embriagaba, no podía desprender la vista de aquel portento. No recordaba cuándo había bajado del auto y no podía entender qué estaba haciendo ahí, sentada en el murito de ese edificio, justo el que tenía la luna en su azotea. Tampoco sabía por qué observaba sin hacer nada todo ese ajetreo ahí abajo... policía, bomberos, ambulancia. Con seguridad iban a pedirle su declaración, pero cuando dijera que no había visto nada, la tomarían por idiota... se acurrucó bajo la azalea que desbordaba el muro, deseando que no la vieran. ¡Cómo había quedado ese coche!, aserraron el metal retorcido para liberar a los ocupantes, pero la camilla se llevó un solo cuerpo, totalmente cubierto. Cuando vino el guinche a recoger las piltrafas restantes, pensó que ya en pocos minutos podría salir de su improvisado refugio y cruzar la calle para volver a ver la luna. Fue entonces –cuando el hombre terminó su labor y ya se iba–, que vio brillar algo en la caja del camión, entre los restos del auto siniestrado. Era la matrícula, titilando a la luz de la luna... la matrícula de su auto. --- Las Pirámides I De Felipe Esquivel Otra noche más, como la anterior, como todas, recorriendo la cola de la parada del casino, con la esperanza de que una vez en punta subiera un pasajero con destino al Cerro, o al Paso de la Arena, o al Parque Miramar. - ¡Atento 40-3! ¡tiene el micro obturado! Basta. Diez horas de continuo escuchando a la operadora es mucho, y ya no soportaba su malhumor ni sus gritos –después de todo esposa ya tengo en casa-, por lo que apagué la radio. De todas formas ya estaba segundo en la fila, por lo que la radio no me sería de utilidad. El parabrisas de mi taxi se asemejaba a un televisor de pantalla gigante, por donde podía observar un escenario que cualquier antropólogo o psicólogo social envidiaría: la parada de taxis del casino del Radisson, por su peculiar ubicación, reúne en pocos metros a apostadores, a turistas, a marineros indonesios, coreanos o rusos, a prostitutas, a la gurisada que va a los boliches de la Ciudad Vieja, a los inmigrantes peruanos, en cuyo rostro se dibuja la tristeza de la añoranza sin esperanza, y a oficinistas que, demorados por horas extras inesperadas, buscan llegar rápido a sus hogares, todos juntos en una mezcla donde sólo faltaba la Biblia y el calefón. Extraña fauna, como el pasajero anterior, que no paró de cantar en todo el viaje, y que dejó el taxi impregnado de un extraño olor entre dulzón y picante, ya que no respetó el cartel de no fumar, y yo tardé en darme cuenta de ello. Sumido en estos pensamientos me fue ganando el sueño -todavía no me acostumbro a dormir seis horas por día -, y la noche, fría y con el cielo encapotado, invitaba a acurrucarse en el asiento, dentro de la campera que, abrigada y cómoda, parecía ronronear una canción de cuna. - Toc-toc-toc!!! Dale, despertate que quedás en punta. El ruido de la moneda sobre el vidrio me hizo saltar del asiento y, de manera casi automática, encender el motor. Al encenderse el tablero ví que el reloj marcaba las 21:48, en unos minutos tendría que pasar de tarifa diurna a nocturna. No me había despabilado del todo cuando sube un pasajero en el asiento delantero. Una de las cosas que un taxista aprende rápido es a observar fugazmente al pasajero, deduciendo en un abrir y cerrar de ojos el tipo de persona que lo llevará a un destino que, hasta ese momento, es ignorado. Así, entre el "buenas noches, bienvenido, ¿a dónde lo llevo?" y la respuesta, observé a un hombre de mediana edad, vestido sencilla pero inmaculadamente, sin un solo pelo despeinado a pesar del viento, cuya extremada prolijidad colisionaba con su masculinidad, cosa que pareció confirmarse por el extraño brillo en sus ojos cuando antes de contestarme se detuvo a observarme por un segundo. Concluí que se trataba de un pasajero cuya peligrosidad, si acaso fuera a darse, no tendría como motivo el robo, y que se dirigiría a un barrio de alto poder adquisitivo. Hubiera apostado que salía un viaje a Punta Carretas. Grande fue mi sorpresa cuando me preguntó si conocía el barrio "Las Pirámides", y antes de esperar mi respuesta, seguro de que no lo conocería –cosa que era cierta- me indicó que tomara la rambla portuaria, los accesos a Montevideo, y la ruta 1. Di la vuelta por Colonia, tomé Ciudadela, y al llegar a la rambla encontré un denso banco de niebla que dio pie a una inevitable conversación sobre el clima. - Vamos a ir despacio porque no se ve mucho –dije antes de que se quejara - No se preocupe –contestó-, no nos va a ocurrir nada malo. No recuerdo de qué hablamos luego, pero sí que su tono de voz, más que sus palabras, era extremadamente amable y tranquilizador. Observé que con su mano derecha jugueteaba con el reloj que tenía en la muñeca izquierda. Antes de llegar a la rotonda que lleva al Paso de la Arena me indicó que siguiera por la ruta. Con la escasa luz que disponía, observé que su pelo en realidad no era entrecano, y que su piel no era tan blanca como me había parecido. Me llamó la atención el brillo de sus ojos, y no sé qué habría apretado en su reloj, que encendió una luz muy tenue. Supuse que quería saber la hora y miré el reloj del coche. El segundero no se movía, estaba parado, malditos chinos no saben hacer nada bien. Se aproximaba, a la izquierda, la torre al inicio –o al final, no lo sé- del Camino Tomkinson. Sin que me lo dijera, sabía que debía ignorar también esa rotonda y continuar por la ruta. La luz del reloj –que no se había apagado- parecía intensificarse, y, extrañamente, también el brillo de sus ojos. - Tome la próxima salida a la derecha –dijo sonriendo. Conozco bien la ruta 1, y no recordaba haber visto antes esa salida. El camino bajaba en una profunda hondonada, al tiempo que giraba a la derecha. Me llamó la atención que a pesar de estar en un bajo la niebla había desaparecido por completo. Incluso el cielo estaba despejado y había un intenso tráfico aéreo. La luz de su reloj, cada vez más intensa, le daba a su cabello un tono verdoso, y a su piel un tono grisáceo. El camino viró a la izquierda y dio comienzo a una avenida ancha e iluminada. A unos cien metros comenzaba un barrio de edificios altos, muy altos, y de arquitectura futurista. La sorpresa me dejó sin habla. - Bienvenido a Las Pirámides –me dijo con una sonrisa sobradora- déjeme aquí. Detuve el coche. La luz de su reloj teñía de un color verde esmeralda el interior del taxi. Bajó, cerró la puerta, y por la ventanilla me indicó que diera la vuelta y regresara, y que al llegar a la parada me durmiera y descansara. Su pelo era de un color verde pálido, su piel gris, sus ojos verde esmeralda. Giré en u y regresé por el mismo camino, a pesar de que me hubiera gustado internarme en Las Pirámides para conocer. Al llegar a la fila de la parada me invadió un sueño que no pude, ni quise, eludir. - Toc-toc-toc!!! Dale, despertate que quedás en punta. Más que despertar, me sobresalté. El reloj seguía marcando las 21:48, pero al parecer ahora funcionaba porque el segundero avanzaba. Hice un viaje más y fui a entregar el coche y a mi casa a dormir. Estaba muy cansado, no sabía bien qué hora era pero tampoco me importaba, sólo quería dormir. Desde esa noche espero que algún pasajero me lleve de nuevo a Las Pirámides, porque cada vez que paso por la ruta busco la salida a la derecha que allí conduce pero no he podido encontrarla.
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