Truco
Daniel Vidart
16.05.2023
Para los "pocos y bien montados" amigos que siguen con interés esta serie dedicada a los juegos en el campo uruguayo - ya el de ayer, ya el de nuestros días-, aqui va la primera parte del ensayo dedicado al truco hasta el dos, nuestro truco. El tema del truco será completado en los próximos viernes, como lo he prometido. Luego vendrán los apuntes sobre las carreras de caballos, las tan criollas pencas cuadreras...
Los que juegan con la pelota mental cortita y al pie, que no me lean y, de paso, perdonen estos pases largos. Para ello, lo digo sin soberbia, se necesita músculo y puntería, y no "moñas" para entretener los ocios. Ojo, no critico el dolce far niente : los ocios son tan respetables como los nec- otius, las negaciones de los ocios, los negocios. En este caso se trata del intercambio de ideas, de la amable docencia de quien ha vivido mucho y mirado vivir, de los negocios del espiritu y no los del dinero.
EL TRUCO: ENTRE LA NORMA Y LA INVENCIÓN
Si existe un juego de naipes que haya cobrado carta de ciudadanía nacional ese es el truco. Lo consideran juego de hombres pero en los últimos tiempos también se ha convertido en juego de mujeres; se le encuentra en las zonas rurales, a la luz de humeantes y rojizos candiles, y en los pueblos y ciudades, donde los amigos, a su conjuro, celebran el advenimiento del sabatino regocijo; es el conspicuo habitante de le boliches de campaña y los cafetines de barrio, el rey de los ocios veraniegos, el padrino de los campeonatos vecinales, el señor de los campamentos de la Semana de Turismo, que así, irreverentemente, hemos motejeado a la Semana Santa. El truco omnipresente constituye, en definitiva, el juego criollo de naipes por excelencia.
Hay en la urdimbre interna de este hijo de la baraja española un encanto singular. Y a tal punto concita el interés popular la práctica del juego que la misma ha llegado a inspirar prolijos tratados (Horacio Pita escribió un folleto sobre Leyes del truco) y poemas gauchescos memorables (El truco e'cuatro según la versión de Santos Garrido, personaje creado por Guillermo Cuadri), amén de poesías con un enigma adentro, tales como El truco del joven Borges, aquel que en 1923, con escándalo de la Academia, echaba a volar su criollismo metafísico en Fervor de Buenos Aires.
Al margen de lo normativo o lo literario el truco en sí y por sí, hegelianamente hablando, exhibe una perpetua tensión dialéctica entre la rigidez de las reglas y la inspiración inventiva de los jugadores. Ese rasgo tan propio contribuye a su pertinaz imperio, a su cautivante sortilegio. En efecto, quien se integre en calidad de "pierna" en una rueda de truco, aunque se encuentre ayuno de "liga", puede mentir apelando a estrategias mentales que desorientan al rival, ya espantándolo con un envido truculento, ya haciéndolo entrar en el corral de ramas de un "vale cuatro" mediante una celada despistadora. En el truco se conversa, se entrecruzan frases hechas tradicionales y tabernarias cuartetas que anuncian la presencia de una "flor", se desafía la mezquindad del azar con la audacia de la palabra y los algoritmos cimarrones del cálculo de probabilidades. En definitiva, se asiste a un duelo entre la necesidad impuesta por el código lúdicro, absolutamente inviolable, y la libertad que supone la bravuconada de aparentar lo que no se tiene o la falsa sumisión de quien se allega con el puñal debajo del poncho. En el truco juegan a las escondidas la premura atropelladora de los tímidos y la calma socarrona de los bien plantados en su solar de certidumbres.
De tal modo este ejercicio teatral, esta pugna entre la memoria de quien "lleva el carteo" y la picardía del simulador, este continuo zambullir en el alma del rival, cuya seguridad, traicionada por sus gestos, es solo desafiante apariencia, conforma un conjunto polifónico de situaciones límite, de tensiones existenciales, de actitu¬des que transforman las alternativas del juego en un espejo de la humana conviven¬cia. El truco es como la vida y de ahí que atraiga apasionadamente a sus cultores, en particular cuando se trata del truco de cuatro.
Al optar por dicha modalidad, la más expresiva y compleja, las yuntas de jugadores, en íntima armonía y coordinada oposición ante los contrarios, despliegan, como el pavo real, el suntuoso abanico de sus tretas y recursos. Prudencia y coraje, memoria e inteligencia, voluntad de poderío, al estilo de Nietzsche, e intuición creadora, al modo bersogniano, entrecruzan sus haces y entonces, como otrora cantara Martín Fierro "con oros, copas y bastos /juega allí mi pensamien¬to". Pero el pensar no excluye el querer ni el sentir: los tres movimientos del alma convergen en el truco, el príncipe de los juegos criollos.
Repito, pues, que el truco es como la vida. Los cuarenta naipes no la desplazan, como decía Borges en el antes aludido poema, sino que la imitan, la someten a un ejercicio de mimesis, la comprimen y resumen en el espacio-tiempo lúdicro de una partida.
La alegría de la flor es desvanecida por el helado viento de un "contraflor al resto". Cuando el "pie" cree triunfar con un envido de treinta y cuatro, el "mano" destruye su pasajero júbilo al cantar la misma cantidad y, como la ley del turno es sagrada, no hay otra alternativa que resignar la esperanza y otorgar los tantos al contrario. Si se trata de gambetar las mezquindades de una "mano" escuálida y medrar al sol del invierno, allí están los serviciales "fíos" para enjugar las carencias, para escapar por la hondonada, para esconderle el lomo a los guascasos de la mala suerte. Los ánimos valerosos, aunque los naipes en mano sean pura chamuchina, saben buscar resquicios en las paredes del infortunio, sobrevivir gracias a oportunas mentiras, huir sin prisa y sin susto cuando vienen degollando. Contrariamente, los ánimos pacatos, con "matas" y "fíos" a su disposición, salen a la carrera ante la amenaza de las "piezas" que mandan, porque el tronar de las mentiras suena como verdades en sus oídos acoquinados.
Resulta claro entonces que el truco es el espejo de la vida. Al igual que en esta puta vida, la mostrenca, la de los días grises y doloridos, cuando las cartas bien ligadas hacen paladear el triunfo, nos cae encima el Purgatorio de la frustración, la jugarreta de la Fata Morgana, la Némesis de la fatalidad, el Anagké de lo irreparable. No, Borges, el truco no se halla al margen de la vida, ni la sustituye merced a un juglaresco arte de prestidigitación. Por lo contrario, reclama una y otra vez su calidad de alegoría o, de metáfora de la vida misma. Al cabo de cientos de manos e incontables partidas de truco nadie gana ni nadie pierde. Solamente se juega, como la estirpe de Adán y Eva, los expulsados del Paraíso, lo ha venido haciendo a lo largo de su diaria sobrevivencia en el planeta del trabajo y del dolor. El truco es como la vida, sí, y también como la muerte, su inevitable trascartón. Constituye, al mismo tiempo, el derecho y el revés de la condición y la aventura humana: se evade del mundo -coloreado de las barajas, de los fantasmas del humo que las sofoca y los dedos espectrales que las reparten para instalarse en el corazón mismo de nuestra historia cotidiana. De tal modo simboliza la pugna entre el ser y el parecer, entre el existir y el consistir, entre las esperanzas de los mortales y los inescrutables rumbos de sus destinos.
La historia del truco, comparada con la de otros juegos, es relativamente corta. Y ello sucede porque está vinculada con la historia mayor de los naipes cuya entrada en Europa se produce recién en el siglo XIV. Hacia 1369 dos frailes cronistas, uno en Bélgica y el otro en Suiza, cuentan que por ese entonces el juego de los naipes, un verdadero azote, había invadido sus respectivos países. El belga, en particular, narra haber sorprendido a dos hermanos legos carta va y apuesta viene, desplumándose "a la sombra misma de nuestro Salvador". El italiano Giovanni da Juzzo de Caveluzza, por su parte, recuerda que por el 1379 "fue introducido en Viterbo el juego de cartas, el cual provenía de Sarracenia, y que entre los sarracenos se llama naib". Sarraceno deriva de sarquiyin, hombre del Oriente, y con esta voz se designó a los moros, berberiscos islamizados, y a los árabes. El naib, naip en catalán antiguo y naibi en italiano, que así se denominó el mazo de barajas, habría sido introducido desde Persia, tierra de aclimatación de los juegos chinos e indostánicos, por los árabes, proverbiales constructores de puentes entre las culturas asiáticas y europeas. Algunos lingüistas y folklorólogos no apoyan la tesis del origen asiático de los naipes. Sostienen que hasta el siglo XVII no se conoce en Afrasia el uso lúdicro de las barajas, utilizadas solamente, y desde muy antiguo, para la adivinación. Y agregan que la terminología de los juegos de cartas utilizada a partir de entonces en Asia y África es obra de los europeos.
A mi juicio esta opinión es demasiado rígida pues no tiene en cuenta la deriva operada entre lo ritual-sagrado y lo lúdicro-profano, un reiterado proceso desacralizador que analizo en mi libro El juego y la condición humana, Banda Oriental, Montevideo, 1995.
No sería oportuno examinar aquí el juego chino "mil veces diez mil cartas", integrado solamente por treinta pese a su nombre rimbombante, cuya organización alude a los cuatro puntos cardinales y a las dieciséis virtudes humanas. Este juego cósmico se estructura según la tetrapartición del universo, rasgo que ha perdurado en los cuatro colores y en los cuatro palos de las barajas de Occidente. Mucho más complejo es el juego indostánico Desavatara, cuyo nombre alude a los diez avatares o encarnaciones dé~nú, compuesto por 120 cartas o sea 10 series de 12 láminas cada una. Cada serie tiene dos figuras -el rey y el visir- y diez cartas numeradas del 1 al 10, Dicha compleja multitud fue sometida a una de las componendas que caracteriza la vertiente lúdicra de la cultura persa, la cual "iranizó", es decir, racionalizó y simplificó el barroquismo indostánico. Posiblemente agregó a las cartas, fabricadas con cuero curtido y deliciosamente pintadas por artistas de renombre -se trataba de un juego reservado a los nobles-, alguno que otro toque de cosmogonía china, tuvo en cuenta a las dignidades cortesanas, ya existentes en las piezas de ajedrez, y coloreó de verde al rey, de blanco a la reina, de rojo a la danzarina o al soldado y de negro al león.
De nuevo, o como siempre, los cuatro palos, los cuatro puntos cardinales, los cuatro colores y la representación templaria del universo-mundo confirman el origen ritual del juego. Este simbolismo, del que los naipes jamás han prescindido, aún pervive en las barajas modernas.
Dice muy certeramente Roger Caillois (Jeux de cartes, 1961) que "los primeros juegos de cartas conocidos en Occidente están más próximos al simbolismo chino, racional y cívico, que a la lujuriante mitología de la India". Los árabes, a su paso por la India y por Persia, adoptan los juegos de cartas, los someten a su peculiar alquimia cultural y nacen entonces los naibi. Estos, que irrumpen en Italia hacia el siglo XIV, cuando se producía nada menos que el Cisma de Occidente, con un Papa en Roma y otro en Avignon, eran de tipo didáctico. Estaban compuestos por 50 imágenes que se ordenaban en cinco series de diez láminas cada una, las cuales se referían a Los Estados de la Vida, Las Musas, Las Ciencias, Las Virtudes y Los Planetas. La estructura interna de los naibi, integrados por figuras y por cartas de puntos, numeradas del uno hasta el diez, propicia en Europa el surgimiento del Tarot. El tarot, nombre francés, deriva del italiano tarocco. El primero de los conocidos ve la luz en Lombardía, a mediados del siglo XIV. Cada uno de los cuatro palos (copas, oros, espadas, bastos) contaba con catorce cartas: cuatro figuras, las negras, y diez numeradas del uno al diez, las blancas. Todas sumaban 56. Junto con éstas se ordenaban los triunfos o trompetas, llamados también Arcanos Mayores, que iban del 0 al 21. La Muerte no tenía número. Los otros arcanos eran el Mundo, el Sol, la Luna, la Estrella, el Diablo, el Emperador, la Emperatriz, el Papa, la Papisa, el Ermitaño o Anciano, el Loco, el Juglar, el Ahorcado, el Amante, el Carro, el Hospital o Albergue, la Fortuna o Rueda, el Juicio, la Templanza, la Fuerza y la Justicia.
A medida que se expanden los naipes por Europa, los Arcanos Mayores quedan en poder de la cartomancia y el resto en manos -¡y qué manos!- de la tafureria... A fines del siglo XIV está ya consagrada esta bipartición. Solo el joker, el loco, sobrevive como el comodín de ciertos juegos.
Por un lado, pues, marchan los Arcanos Mayores hacia las tiendas de los adivinos y por el otro se constituyen los pequeños ejércitos seculares -el juego de naipes es al cabo una guerra- que despliegan las jerarquías de la baraja en cada una de las esquinas de los signos clásicos, todavía vigentes en la baraja española e italiana: copas, espadas, oros y bastos. La copa representa el cáliz utilizado por el clero en la Santa Misa, la espada es el emblema de la nobleza batalladora, el oro simboliza el quehacer crematístico de los mercaderes y el basto se erige en el distintivo de los rudos campesinos: los estamentos de la sociedad medieval y los palos de la baraja caminan por la misma senda.
Las figuras que coronan cada serie son el rey, la reina (subsistente en las cartas francesas e inglesas pero no en las españolas), el caballero (y no el caballo, como decimos descuidadamente) y el servidor o escudero (o sea la sota, de subtus, voz latina que significa dependencia). Si se observa con atención podrá comprobarse que estas figuras de la baraja equivalen a las dignidades del ajedrez: el rey, la reina, el caballo (caballero) y el paje o alfil (del árabe alfil, ayudante utilizado en el combate, voz que a su vez proviene del persa pil, elefante).
El cabalístico número cuatro traslada a las dignidades terrestres el geomantismo de los cuatro puntos cardinales y los cuatro rumbos del espacio cósmico. Por su parte los palos de la baraja española e italiana corresponden del siguiente modo con los de las cartas francesas, inglesas y alemanas: la copa, coppe, se transforma en corazón (coeur, heart y herz); la espada, spada, en pique (pica), spade (pala, pero en este caso espada) y eichel (bellota); el oro, denaro, en carreau (ladrillo, baldosa), diamond (diamante) y schelle (campanilla); el basto, bastone, en trébol (tréfle), club (garrote) y blatt (hoja).
Habría mucho más que decir sobre el origen y evolución de los naipes, que también se llaman cartas (del griego khartees, papiro, papel) y barajas (del hebreo barah, meter bulla, hacer escándalo), pero con lo relatado alcanza para ubicarlos en su horizonte histórico y su funcionalidad lúdicra.
El truco, apenas aludido, ofrece mucho más a la curiosidad del análisis: desde el punto de vista estructural y funcional existe en él una anatomía y una fisiología, valga el símil biológico, y desde el punto de vista filosófico, tras su humildad plueblerina se esconden nada menos que una psicología, una lógica, una ética y una metafísica.
El Juego y la Condición Humana.
(Texto enviado por Alicia Castilla)
Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta.
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias