La llegada
Federico Filippo
27.05.2013
Bogotá, mayo 2013. Llevo diez días en Colombia buscando casa, colegios, haciendo los primeros conocidos y asumiendo mis nuevas responsabilidades en la oficina. Las primeras impresiones y sensaciones son buenas, la ciudad es caótica pero agradable a la vez. Ha llovido todos los días desde que estoy acá, llueve de a ratos cortos pero es constante. Habrá que acostumbrarse. El cielo se adorna indefectiblemente de nubes pero de a ratos asoma el sol que embellece las montañas y a la vegetación y parques de la ciu
La ciudad es bella y se puede observar el empuje de una economía y una sociedad, que como muchas otras en América latina, se han lanzado a las calles a consumir y a construir. Está lleno de centros comerciales abarrotados de consumidores, una oferta gastronómica que se va diversificando y sofisticando, tiendas de automóviles que batallan por ofrecer las condiciones más atractivas para llegar al O km, obras nuevas por todas partes que denotan un mercado inmobiliario en efervescencia.
La ciudad se organiza en un damero donde las "calles" corren de este a oeste y las "carreras" de norte a sur. Todas llevan números. La parte de ciudad más moderna, rica y dinámica se organizó hacia el norte. En esta parte están los mejores barrios, centros comerciales, embajadas, oficinas, restaurantes y un despliegue de seguridad que rememora otras épocas y que ejemplifica la importancia que aún conserva el tema de la inseguridad y como seguramente esta tiene un peso significativo en el PBI nacional.
En algunos barrios el patrullaje es militar y se combina con el policial. Soldados con fusiles, casco y traje de combate patrullan las calles apostados estratégicamente en algunas esquinas de la ciudad. Los edificios, públicos y también privados, exigen la revisión de los autos antes de ingresar a los estacionamientos por parte de perros entrenados para detectar explosivos. Cuando llegamos al Hotel cinco estrellas, en el cual nos hospedaríamos los primeros días hasta conseguir algo más estable, se nos acercó un guardia con su perro para husmear el olorcito que emanaban nuestras maletas. Estos perros están en todas partes, en los accesos a los centros comerciales, en las oficinas públicas, en la calle, en los clubes deportivos, en los restaurantes más caros, en lugares con grandes concentraciones de personas. Nadie parece molestarse o incomodarse. Los conductores que se aprestan a entrar a un estacionamiento con sus vehículos, se detienen antes de la barrera y dejan que el hocico del can revise cuidadosamente el maletero, los asientos traseros, el lugar del acompañante, etcétera. Otro guardia revisa con un palo y un espejo la parte inferior del vehículo.
Cuando ingreso todos los días a mi nueva oficina tengo que pasar un control similar a los que existen en los aeropuertos. Paso debajo de una especie de marco de una puerta para detectar metales. Previamente coloco todas mis pertenencias, celular, monedas, bolsos y otros objetos, en una cinta que le permitirá a otro guardia detectar en una pantalla manchas sospechosas. Pasado el control principal, el acceso a la zona de ascensores se hace mediante huella dactilar bajo la atenta mirada de otros guardias. Finalmente en la zona de ascensores cuando llegamos a nuestro respectivo piso, esperan otros guardias que registran nuestro ingreso en debidas planillas y nos habilitan el acceso a través de puertas codificadas. Ya me acostumbre a esta rutina, pero relatado así parece estar entrando a una ultra secreta agencia de inteligencia.
Las medidas de protección de las personas, particularmente de aquellas que están en la cima de la pirámide social colombiana, no hacen otra cosa que demostrar una marcada fractura en lo económico, pero también entre quienes se sienten amenazados y quienes no. En una de las recorridas que hicimos a los jardines de infante para registrar a nuestra hija nos sucedió algo que hasta ahora no nos deja de sorprender para poder entender cuál es el nivel de normalidad en esta ciudad.
Descendíamos del taxi para ir a visitar otro Jardín de Infantes cuando al mismo tiempo llegaron tres camionetas Ford Explorer con vidrios oscuros. De ellas, y mientras nosotros recorríamos los pocos metros que separan la vereda de la puerta del Jardín, descendieron como ocho individuos con trajes oscuros. Dos de ellos empuñaban ametralladoras cortas que apuntaban hacia el suelo. Quedamos petrificados en medio de despliegue de movimiento s sincronizado. Uno de los individuos abrió la puerta trasera de una de las camionetas, de ella descendió una chica joven con una niña de no más de tres años. Acompañada por el mismo sujeto que le abrió la puerta, condujeron a la niña hasta la puerta del Jardín. Nosotros estábamos a unos pocos metros detrás de ellas. La madre, suponemos, le dio un beso y se despidió de su hija mientras era recibida por una de las maestras. La madre y el guardaespaldas regresaron a las camionetas. Tres de los individuos que pocos instantes antes habían descendido de esos vehículos permanecieron parados frente al centro escolar mientras las tres camionetas se alejaban rápidamente poniéndose al resguardo.
Fue raro entrar a la entrevista con la Directora que sabiendo que habíamos presenciado esa escena no dijo nada, asumiendo seguramente que siendo tan normal para ella a nosotros no nos debía explicación alguna. Mientras la escuchaba presentar su propuesta pedagógica pensé en la niña y en los demás niños del Jardín, pensé en las posibles secuelas que puede dejar en esas criaturas esa violencia contenida y tan normal a la vez. Pensé en mi hija. Entre dibujos infantiles colgados en las paredes, guardapolvos manchados, pizarrones y maestras que organizaban juegos, pude ver el origen de una dimensión cultural de la violencia, y ser testigo de como preparamos a nuestros niños para que se sigan alimentando del mundo de mierda que les hemos preparado para la adultez.
Colombia es evidentemente otra si la comparamos con la de hace unos años atrás. Es un país mucho mejor y más disfrutable pero presenta claros resabios de una cultura de la violencia que ha condicionado la vida entera de esta nación latinoamericana. Si tengo que identificar qué me ha impactado más en estos primeros días de mi nueva vida, es la cotidianidad de la violencia. No necesariamente relacionado con hechos violentos, pero sí con el acostumbramiento social a protegerse del terror. Es probable que en unos meses más todo esto sea también parte mi cotidianidad. Es por eso que me parece importante escribirlo ahora, cuando todavía me impacta, para recordarme cada tanto al releer estas líneas que la vida DEBE ser de otra forma y alejada de una consensuada autodefensa social.
¿Cuánto nos llevará desacostumbrarnos a vivir en una cultura de violencia y de protección para ser realmente sociedades desarrolladas?
Federico Filippo (*)
(*) Como decía mi abuelo, "Cittadino del Mondo"
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias