José Luis Piccardo
09.07.2023
Testimonio a 50 años del Golpe de Estado: No nos cagaron a palos
Publicado originalmente en la revista digital Vadenuevo Nº 179*
"Nos cagaron a palos" es una manera simplificada, vulgar, de resumir lo que pasó en los centros de tortura de la dictadura. Pero es necesario arrancarle a la memoria -pese a que duela e hiera sensibilidades- el complejo horror que guarda, aunque no sea posible abarcar todas sus dimensiones.
Este testimonio personal -que refiere a una experiencia en esencia similar a la que vivió gran cantidad de mujeres y hombres- reproduce, con agregados, parte de una entrevista publicada por UyPress en 2015.[1] Posteriormente, se transcribe un pequeño tramo del testimonio del periodista, escritor y luchador político José Jorge Martínez.
El 17 de noviembre de 1975, a las 17 horas, después de reunirme en el Bar Tuyutí, cerca del Parque Batlle, con el Pato Álvaro Coirolo -el personaje infiltrado por las Fuerzas Armadas en el Partido Comunista, responsable de la detención, tortura, desaparición y muerte de varias decenas de militantes-, tomé el ómnibus 427. Al bajarme en la parada frente a la Facultad de Arquitectura, camino a mi casa, me encañonaron y encapucharon. Juan María Bordaberry era por entonces el presidente-dictador. Pude llegar a casa el 2 de marzo de 1985, nueve años, tres meses y algunos días después, cuando Julio María Sanguinetti era el presidente constitucional de Uruguay.
Tras la detención, fui a un sótano durante unos diez días, allí tomé mis primeras "lecciones" de torturado. No sé dónde quedaba ese lugar. Casi todas las peripecias que se relatarán las viví -es un decir- con los ojos vendados, por lo que no puedo testimoniar sobre las características físicas de varios escenarios. Sí sobre sonidos y lo que, en los momentos en que estuve consciente, sentí en mi cuerpo y en mi mente.
Luego del sótano fui, también sin saber dónde diablos estaba, al Infierno, al 300 Carlos en la jerga militar. Perdí las referencias, como si pasara a una nueva dimensión del ser. O del no ser. Creo que fueron unos tres meses en ese lugar.
Lo peor fue la serie, lo inacabable, lo que no termina más. La colgada no parecía tener fin. Cuando perdías el sentido, aflojaban la cuerda con la que te habían levantado con las muñecas atadas atrás. Después te bajaban y te tiraban en el piso. En seguida te dormías... pero en seguida te levantaban y de nuevo al "gancho", como se le decía a la colgada, que con frecuencia se complementaba con la picana, el caballete -¡pobres testículos- y otros procedimientos. Y así horas y horas, días y días. Meses. El tiempo que no pasa nunca, el que no puede terminar. Lo peor de la tortura no eran las golpizas ni las quemaduras con cigarro ni la picana en los genitales o en la boca. Eso pasaba. Podías morirte, pero pasaba. La peor tortura era la que no te permitía verle el final. Era un juego diabólico en el que perdías toda noción del tiempo, del espacio, de tu propio ser.
El submarino era desesperante, pero no podía durar mucho porque morías asfixiado o de un ataque al corazón. La colgada te la regulaban, para que no terminara nunca en tu cabeza. Porque cuando te bajaban y caías desmayado, el tormento se prolongaba con las alucinaciones. El físico "descansaba" pero la cabeza seguía en la tortura. La picana era brava, pero no tenía esa continuidad desesperante de la colgada y de la sed. Las dos cosas peores para mí fueron el tiempo -ese tiempo interminable de los tormentos y saber que se reiterarían tras el "desmayo"-, y la sed: me negaron el agua y pedí beber orín. No recuerdo si me dieron el gusto. Mi cabeza no era capaz de discernir lo que estaban haciendo conmigo.
Cuando finalizaba una "sesión", te daban una biaba terrible. Eso era fantástico, porque sabías que con el nocau se terminaba el suplicio por un rato. O cuando te amenazaban de muerte y te lo creías: por fin se termina, menos mal. Algunos sobrevivientes sintieron el ruido de la pala cavando al lado.
El Tito José Jorge Martínez hace una descripción excepcional de la tortura que nos aplicaron por entonces. Está en su libro Crónicas de una derrota,[2] obra de extraordinario valor testimonial y singular calidad literaria, esencial para entender aquellos tiempos. Y también los anteriores y los posteriores. A continuación de este artículo se reproduce un pasaje de su testimonio. Es la vivencia desde el torturado, desde lo que siente, desde lo que alucina, desde lo que imagina. No es la descripción que hace el que mira una salvajada.
Tiempo después me trasladaron del Infierno al 5º de Artillería donde por varios meses, junto a decenas de prisioneros, pasamos hambre pero no nos aplicaron las formas de tortura del Infierno. A lo sumo plantones y hambre. En otros cuarteles fue peor. Nos transformamos en esqueletos. Pero ahí volví a existir: le avisaron a mi madre que podía visitarme. O sea, que estaba vivo. Hasta entonces fui un desaparecido. Ella anduvo por todos los cuarteles, se recorrió el interior, y siempre le dijeron que no estaba, incluso cuando llegó a donde me tenían secuestrado. Bancó y bancó. Y recibí, después de muchos meses, su primera visita. Si habrá luchado contra la dictadura mi vieja. La dictadura no solo torturó a los presos, torturó a las familias. Entre ellas estuvieron los héroes imprescindibles.
La siguiente etapa fue el Penal de Libertad. Un verdadero paraíso. Comías todos los días, tenías una hora de recreo (si no estabas sancionado), te bañabas, podías leer (lo que estaba permitido por la censura). Pero a las pocas semanas un sargento abrió la puerta de la celda, dijo mi número (2064) y me informó: "Usted sale en comisión". Mi compañero de celda me lo aclaró: "Te llevan de nuevo a la 'máquina'". Y ahí anduve varios meses en lo que se llamaba "la calesita": de cuartel en cuartel.
Fui al 4º de Caballería, y otra vez la tortura al estilo Infierno. Me la aplicaban en un sótano, y de noche me llevaban a un calabocito. Afuera había un guardia que oía radio. Una vez escuché: "Defensor 4, Peñarol 1". "Si estaré rayado", me dije. Pero lo confirmé cuando oí el comentario de un soldado en el relevo de la custodia. Ya me había perdido el campeonato del 76. Estando en el penal, años después, el plantel me mandó una camiseta. Era como un trofeo, salía con la violeta al recreo. Creo que no se podrían atravesar los momentos más terribles y de peor aislamiento sin esos maltrechos cables que de alguna manera construíamos para mantenernos vinculados al mundo que ya no podías habitar, al recuerdo de los grandes afectos y las pequeñas cosas perdidas.
Siguiendo con el periplo por los cuarteles, del 4º de Caballería me llevaron al de San José. Pero en régimen de "engorde". Estaba en un calabozo de un metro por dos, pero sin venda. Un lujo. Desde que me sacaron del penal había vuelto a desaparecer, hasta que mi primo, Mario Llana, que fue mi abogado, como lo fue de varios presos políticos, logró visitarme. Fue así que mi madre y demás familiares pudieron enterarse de que seguía existiendo.
Un día me dieron por suficientemente "repuesto", pero no volví al penal sino de vuelta a un cuartel de Montevideo: otra vez "máquina" conmigo. Y semanas después a San José nuevamente. "Bueno, otra vez lo mismo, me alimentan un poco y de vuelta a la 'máquina'", pensé. Pero no. Tras esa segunda estadía en el cuartel maragato me devolvieron al penal. Volví el 1º de julio de 1977. Desde el 17 de noviembre de 1975, cuando me detuvieron, habían transcurrido un año, siete meses y 28 días. Una "máquina" que, con brevísimos "recreos", tuvo una duración suficiente como para experimentar la saña que se descargó sobre tantos hombres y tantas mujeres. Estas sufrieron, además, la violencia sexual, la cobardía machista y la usurpación de los hijos, muchas veces secuestrados y separados de sus familias, o muertos en el vientre de la madre torturada.
Durante mucho tiempo, cada vez que abrían la puerta de la celda en el penal de Libertad, era inevitable que pensara: "¡Otra vez!". Pero no, pasaron los años y no volvieron a sacarme de la cárcel, excepto para llevarme al Hospital Militar por una infección que me agarré, y para ir al Supremo Tribunal Militar donde el juez Silva Ledesma, sin mirarme, me notificó que estaba condenado a 15 años de cárcel y 30 de penitenciaría. O viceversa. La ley de amnistía hizo posible que les quedara debiendo algunos años.
La mayoría no volvió del horror con marcas "externas". Fueron muy considerados: tuvieron en cuenta que a lo mejor salíamos, y no nos castigaron demasiado en las partes visibles; nos protegían con trapos las muñecas para que no quedaran marcas de los alambres o las cuerdas; las quemaduras con picana eran adentro de la boca, no fuera que quedaran tatuadas en la cara. El objetivo no era desfigurarnos físicamente sino anularnos como seres humanos, transformarnos en piltrafas sin voluntad ni honor; anular nuestra personalidad, nuestra dignidad. Aplicaron para ello técnicas pulidas, experimentadas en otros lados, bajo la mirada de médicos que informaban sobre el estado del "paciente", siguiendo manuales yanquis, en los marcos del Plan Cóndor, con el sadismo de sujetos degradados, miserables.
Lo hicieron con tenacidad y paciencia: "Tenemos todo el tiempo del mundo", me dijeron al comienzo de mi peripecia por los infiernos. Y cuando se les iba la mano, desaparecían al torturado, por ejemplo, enterrando sus restos. Varios deben de haber muerto a pocos pasos de donde estaba yo, vendado, bajo una música estridente con la que se procuraba tapar los quejidos, los gritos y los estertores.
Yo salí solo con una pequeña cicatriz en la muñeca: mi pequeña marca de la memoria. En el alma de todos quedaron otras marcas, hondas. Tal vez ninguna tan profunda e interminable como las que llevan los familiares de los muertos y desaparecidos. Los años fueron cerrando heridas, y muchos -no todos- pudimos reencauzar nuestras existencias, disfrutar de la vida sin aquellos miedos y aquellas angustias. Está en nosotros y en las generaciones que nos sucedan hacer posible que nunca más la tiranía se imponga sobre la libertad y los derechos humanos.
Por ello, aunque los relatos hieran sensibilidades -lamentamos si esto sucedió al leer estas líneas-, es necesario seguir abriendo los cajones de la memoria.
UNA BANDERA SACUDIDA POR UN VENTARRÓN
Se transcribe un pequeño tramo de Crónicas de una derrota, el libro de José Jorge Martínez. Es una descripción de lo que experimentó él -seguramente para cada uno haya sido diferente, aunque siempre fue duro- con la colgada, el submarino, las alucinaciones y otros tormentos padecidos al borde de la locura y la muerte.
Me vienen a buscar y me digo, con pánico, de nuevo arriba. No, me ponen otra vez la atadura a la espalda, maniobran con ella y siento que soy lentamente izado, mis brazos arqueados en la espalda se elevan y alzan tras ellos el cuerpo, éste se estira, me pongo de puntillas, se sigue elevando: estoy en el aire. Alguien ha tanteado con el pie haciéndome oscilar y así quedo.
No pensaba en nada, duraba como una cosa, cuando me apercibo que ahora con las puntas de los pies rozo el piso: me duelen terriblemente los omóplatos pero igual hago un esfuerzo para bajar; me retuerzo, lo voy logrando y consigo que los dedos de mi pie derecho se apoyen, sí, se apoyen en el suelo. No me dan tiempo para saber si he mejorado o empeorado porque alguien viene, siento que maniobra la cuerda y vuelvo a elevarme en el aire. Es insoportable, pero continúa sin pausas.
Puedo ver, a través de la venda puedo ver con claridad a unos niños que me miran atentos, curiosos, son cinco o seis y uno tiene los dedos en la boca: están callados e inmóviles; ahora se mecen en el aire mientras me miran reflexivos. Estoy abstraído ante los niños que me custodian expectantes mientras oscilan ingrávidos como movidos por una brisa.
Alguien me toma por los sobacos y me alza mientras otro va soltando la cuerda. Una voz, alguien, me habla y me retuerzo en el aire; la voz me pregunta si ahora estoy dispuesto a hablar, nada digo, el tipo me insulta larga y pacientemente, me lo pregunta de nuevo y yo decido no contestarle pero me oigo decir entre gemidos nombres no, nombres no cuando algo me toca y salto, es la picana, yo me arqueo, los omóplatos van a reventar, me sacudo, cimbreo como una bandera sacudida por un ventarrón. Voy perdiendo la noción de las cosas.
Alguien me toma por los sobacos.
NOTAS
[1] Entrevista a José Luis Piccardo. El aparato militar del Partido Comunista. ¿Defensa o ataque?, Montevideo (UyPress/Esteban Valenti), 31.08.2015.
[2] José Jorge Martínez, Crónicas de una derrota. Testimonio de un luchador. Ediciones Trilce, 2003.
* Vadenuevo nº 179, 05/07/2023 https://new.vadenuevo.com.uy/politica/no-nos-cagaron-a-palos/
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