La paz, una consecuencia inesperada de la guerra. Ernesto Kreimerman

12.10.2025

 

"En la guerra, la fuerza física cuenta para mucho, pero el factor moral cuenta para más". Esta sentencia cobra validez y significación a la luz de su autor, Carl von Clausewitz, uno de los teóricos más influyentes de la ciencia militar moderna, cuya obra impactó profundamente en el pensamiento de Federico Engels y Vladimir Lenin, así como en la doctrina de los generales y estrategas militares de la Unión Soviética. Su aporte no se limitó a una visión clásica de movimientos y tropas, sino que propuso una concepción de la guerra como un "duelo extendido", donde la victoria no dependía exclusivamente del número de soldados ni de la potencia de fuego. Clausewitz apeló a otras dimensiones: la motivación de los combatientes, la legitimidad del conflicto, el liderazgo, la disciplina y el espíritu colectivo.

Al analizar los aportes que hicieron perdurable el pensamiento de Clausewitz, Franz Mehring escribió en su libro Krieg und Politik que "la guerra es, según las palabras de Clausewitz, la continuación de la política por medios violentos, la última ratio, el fenómeno inseparable que acompaña a la sociedad capitalista, así como a toda sociedad clasista; ella constituye el estallido de contradicciones históricas agudizadas de tal modo que no pueden resolverse de ninguna otra manera. Con esto ya está dicho en definitiva que la guerra no tiene, en general, nada que ver con el derecho ni con la moral".

Lo de Clausewitz es excepcional: comenzó su carrera militar a los 12 años. Se alistó en el ejército prusiano y participó en las campañas del Rin entre 1793 y 1794. Poco después, como muestra de su fuerte carácter autodidacta y vocación intelectual, comenzó a formarse no solo en "las artes de la guerra", sino también en arte, ciencia, educación, filosofía y política.

Uno de sus aportes más innovadores se encuentra en su obra De la guerra, donde establece un principio esencial para comprender la motivación bélica: la guerra no es solo una cuestión de fuerza bruta, sino también de voluntad, convicción y cohesión interna. Su concepto del "factor moral", piedra angular de su análisis, incluye elementos como la motivación de los combatientes, la percepción de legitimidad del conflicto, el liderazgo, la disciplina y el espíritu colectivo.

Es precisamente ese factor moral el que puede inclinar la balanza, incluso cuando las condiciones materiales son adversas. Ya se ha mencionado la influencia de Clausewitz en Lenin y en la formación de la nueva oficialidad soviética. Un ejemplo histórico de esa afinidad puede apreciarse en la resistencia soviética en Stalingrado, y también en los movimientos de liberación nacional en contextos coloniales.
Desde esta perspectiva, surge una pregunta inevitable, que no podrá eludirse nunca más en el planteamiento estratégico de la guerra: ¿por qué importa tanto lo moral?

Podríamos responder de forma breve y razonablemente acertada: porque la guerra es una prolongación de la política, y la política se sostiene en ideas, creencias y legitimidades.
Y podríamos agregar: porque los soldados no son máquinas; luchan mejor cuando creen en lo que hacen, cuando confían en sus líderes y cuando sienten que forman parte de algo más grande, más trascendente.
Podrían citarse muchos ejemplos, pero estos tres bastan: la guerra de Vietnam (1955-1975), la resistencia soviética en Stalingrado (1942-1943) y la revolución sandinista de 1979 (ajena, por supuesto, a lo que ocurrió después).

En Vietnam, la superioridad tecnológica, aérea y logística de Estados Unidos era incuestionable. Sin embargo, aquella guerra cobró un sentido existencial para el Viet Cong, mientras la moral de las fuerzas estadounidenses se erosionaba ante la falta de objetivos claros y el rechazo social interno. A pesar de su poderío militar, EE. UU. se retiró sin haber alcanzado sus objetivos.
En Stalingrado, símbolo de la resistencia nacional, José Stalin apeló al patriotismo y al sacrificio colectivo, incluso con medidas impopulares. Pero el espíritu de lucha soviético, encendido por el sentimiento de defensa de la "madre patria", reavivó la disciplina y el coraje que permitieron a la URSS marcar un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial.

En la revolución sandinista, el FSLN enfrentó a la Guardia Nacional del dictador Somoza, apoyada económica y militarmente por Estados Unidos. La caída del régimen somocista y el ascenso de las fuerzas sandinistas -que vivieron su primavera- fueron posibles gracias a una lucha cargada de demandas por justicia social, dignidad campesina y rechazo a la dictadura. La moral sandinista alimentó el espíritu combativo, puso en valor esos principios y construyó una narrativa de liberación.
Clausewitz había comprendido antes, y mejor que nadie, que el espíritu de rebeldía puede ser, y efectivamente lo es, más fuerte que el acero.
¿Y qué es la
moral como arma?
Busquemos la respuesta retomando el caso de Vietnam. Pero antes, una precisión: Clausewitz no idealizaba la moral como un concepto abstracto, sino que la entendía como una fuerza concreta capaz de alterar el curso de la guerra. En Vietnam, la moral operó como herramienta de cohesión interna, escudo contra el desgaste psicológico y arma de propaganda internacional.
Una digresión que suma: para Mao Tse-Tung, la guerra no era solo física, sino también psicológica y política. "La guerra es política con derramamiento de sangre", afirmaba. Un concepto más realista y profundo, inscrito en su teoría de la guerra popular prolongada, donde la moral es el núcleo de la resistencia frente a enemigos superiores. Mao explicaba que el ejército debía ser más que una fuerza de combate: debía ser una escuela política, un instrumento de educación y gestión, porque la moral no se presupone, se cultiva.
¿Y qué diría hoy Clausewitz?
Posiblemente advertiría que se ha perdido -o subestimado- la verdadera naturaleza de la guerra que se está librando. No se trata, ni se ha tratado, de una guerra "convencional". Se trata de una guerra de legitimidades, narrativas y desgaste moral. Esta enumeración es crucial, porque "el primer acto de discernimiento de un estadista", escribió en su momento Clausewitz, "es entender qué tipo de guerra se está librando".
Cuando se proclama una consigna propia del marketing, como la "victoria total", se impone una lógica diferente a la militar, basada en parámetros no cuantitativos. Esa lógica califica cualitativamente, porque mide la persistencia de una voluntad colectiva, incluso si su núcleo se reduce. Una "victoria total", cuyo sentido no es militar sino propagandístico, deriva en una guerra prolongada sin traducción ni militar ni humanista, y con un alto costo político y moral.
¿Y la paz?
No hay sociedad que resista económica, política y culturalmente una guerra prolongada. Los propósitos se desnaturalizan, la convivencia deja de cimentarse en valores de fraternidad y solidaridad. Rosa Luxemburgo se opuso a la Primera Guerra Mundial con un argumento aún vigente: el militarismo transforma la política en barbarie. Y ella solo concebía la política cuando se inspiraba en principios éticos y emancipadores.
Hoy, parece que estamos frente a algo más que un alto el fuego: ante un sendero que, inesperadamente, podría conducirnos hacia la paz. Ojalá. Aunque no sea el fruto de un proceso interno, sino de uno exógeno y, por tanto, ajeno.
La sombra de uno de los hombres más influyentes del siglo XX, Henry Kissinger, todavía nos perturba con su realismo crudo: "La paz es, a menudo, una consecuencia inesperada de la guerra".

 

(*) Publicado originalmente en El Telégrafo, 12/10/2025. Reproducido con autorización expresa del autor.


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2025-10-12T21:32:00

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