LOS LABERINTOS DE LA MEMORIA LAS HISTORIAS DE LA HISTORIA (SEGUNDA PARTE)
Marcia Collazo
29.11.2012
Sabido es que, en términos académicos, suele distinguirse entre la historia y la historiografía, o sea entre los hechos humanos que transcurren en el tiempo y lo que se escribe o narra acerca de éstos.
“Una historia no nace de la nada
sino de cierta cópula
entre la cacería y la creencia”.
M.C. De “Alguien mueve los ruidos”. Poesía.
La historia viva y activa
Y aún habría que considerar a la meta-historiografía, es decir a la teoría y a la historia de la historiografía, que forma parte del vasto y complejo territorio de la historia de las ideas. La distinción no se reduce a simples ejercicios de trabalenguas destinados a desesperar a los lectores, sino que se trata de deslindes ciertamente importantes, por no decir imprescindibles, para quien intente acometer la faena de internarse en la selva del revisionismo histórico, que no es otra cosa, en el fondo, que una lisa y llana interpretación del mundo.
Todos los libros, ensayos, artículos y redacciones liceales y escolares que se han realizado sobre los hechos y figuras de nuestra historia como orientales y latinoamericanos, caen dentro de la narración del mundo; algunos son propiamente labores historiográficas, dotadas de métodos propios y de riguroso análisis teórico; otros constituyen anecdotarios, opiniones periodísticas, expresiones emotivas de variado signo y hasta cuentos y novelas históricas (como es el caso de nuestro gran E. Acevedo Díaz). Pero todos se asemejan en un punto: constituyen interpretaciones del mundo, recogen actos y hechos humanos y dan lugar, a su vez, a nuevos actos y hechos humanos, en una cadena dialéctica incesante.
Al respecto, dice W. Dilthey que “no valdría la pena ser historiador, si no fuese una forma de comprender el mundo” (en Mirsch, Clara, 1967); y Benedetto Croce opina, en su obra La historia como hazaña de la libertad, que “lo que constituye la historia es el acto de comprender y entender, inducido por los requerimientos de la vida práctica” . Praxis y comprensión, acción y dotación de sentido, construcción de un ethos mediante la voluntad, estas son las dimensiones a través de las cuales se fabrican “la historia” y todas las historias, así como todos los revisionismos posibles; se los convoca como si fueran (que no lo son) fuerzas esenciales, eternas e inmanentes, verdades reveladas, deidades surgentes de la tierra, cuando en realidad nacen siempre desde el oscuro légamo del que brotan todas las ideas, proyectos y ensoñaciones humanas.
En tal sentido, el libro de Pacho O´Donnell ya mencionado en anterior artículo –Artigas, la Versión Popular de la Revolución de Mayo-, viene a introducir una corriente de aire fresco en los anales de nuestra historiografía oriental y rioplatense, aunque por momentos deje colar alguna ráfaga imprevista que nos mueve a recelo. Resulta decisivo tener en cuenta, en tal sentido, las múltiples dimensiones del historicismo, que no deben entenderse como meras posiciones teóricas o confrontación de escuelas y tendencias, sino como exploración en situaciones históricas plenas de significados culturales que tienen en sí mismas indudable incidencia ideológica, en tanto se convierten en elementos de transformación o de conservación de la realidad histórica y social de nuestro presente.
Estamos de acuerdo, porque es imposible sostener lo contrario y porque la lógica de la verdad histórica así lo indica (mal que les pese a algunos propios y ajenos), en que José Artigas no quería la independencia de la Provincia Oriental, y no deseaba, por lo tanto, que ésta se convirtiera en la República Oriental del Uruguay en que terminó convertida. Tal como dice Fructuoso Rivera (y cita O´Donnell):
“Nunca fue la Banda Oriental menos feliz que en la época de su desgraciada independencia”.
Y Juan Antonio Lavalleja, por su parte, en carta a Pedro Trápani, dirá lo siguiente:
“Comprendo que la Banda Oriental podría mantenerse, por sí sola, como un estado libre; pero, mi amigo, no puedo concebir por qué la república (argentina) se esfuerza por separar de su liga una provincia que puede considerarse la más importante de todas” .
¿Será que Rivera y Lavalleja eran argentinos? ¿Será que no eran verdaderos patriotas? Ni lo uno ni lo otro. La primera cuestión no tiene cabida racional, sencillamente porque, como lo hemos repetido muchas veces, no es lo mismo argentinidad que proyecto político federal rioplatense. La marcha de la historia es compleja, porque acumula un saber pleno de acciones, intenciones y variaciones de nuestra realidad vital, y lo mismo pudo haberse designado a ese proyecto federal con cualquier otro nombre y denominación que no fuera la de la argentinidad. Para muestra, ahí están las concepciones utópicas de Bolívar y Sarmiento, por ejemplo, de las que trataremos en próximos artículos. La segunda cuestión merece un análisis especial, ya que la idea de patria es pasible de variadas interpretaciones, y no necesariamente se circunscribe a los límites territoriales y soberanos de determinado estado. Además, la historia no se limita a ver desfilar fronteras siempre móviles, consignas ideológicas, batallas, pactos y demás acontecimientos, sino además y ante todo, a pensarlos.
¿Y dónde está la patria?
La escuela histórica alemana, nacida a fines del siglo XVIII, que tuvo como uno de sus máximos representantes a F. Von Savigny, postulaba la idea de una patria o nación manifestada a través del Volksgeist o espíritu del pueblo, que se componía de elementos tales como un pasado, una lengua, una religión y unas tradiciones comunes, y por eso mismo rechazaba la fragmentación política y jurídica de los estados alemanes y abogaba por la unión sistemática de todas las partes que componían ese gran espíritu alemán; ello desembocó, finalmente, en el surgimiento de Alemania como entidad política, social, cultural y jurídica. Pero para la escuela histórica, tal proceso no podía darse a través de decretos o de improvisaciones del gobierno de turno, sino por medio de una profunda labor de depuración y búsqueda de los elementos comunes de la nación, de la mano de una rigurosa metodología histórica, gramatical, lógica y sistemática, para la cual era necesario formar una clase de investigadores preparados para acometer tamaña empresa, que debía estar signada por el más hondo respeto a la libre manifestación del espíritu del pueblo. “Dejadlo crecer como un árbol”. Esa era la consigna de Savigny. Nada de códigos ni otras imposiciones emanadas de una lógica deóntica que sólo puede desembocar en fórmulas sacramentales y artificiales, siempre alejadas del genuino fluir del sentimiento popular.
Para hacer frente a la tarea, contaba la nación alemana con profusos antecedentes emanados de ese mismo Volksgeist: las grandes obras de arte de la literatura y de la poesía (Goethe, Schelling, Schiller, Hölderlin), la filosofía (Hegel, Fichte, Schleiermacher) la lingüística y la filología (Herder), la mitología y la tradición milenaria de ese conglomerado humano que era el pueblo alemán. La obra de estos pensadores se resume en historia escrita; narraciones del mundo preñadas de significados múltiples, renovadores e incesantes, y abreva además en el inmenso caudal de las acciones humanas encaminadas a dar cuenta del mundo.
Del que actúa y del que cuenta
Señala Croce, a comienzos del siglo XX, los indisolubles vínculos entre la historia escrita y la acción práctica. La historia es acción. La acción es siempre precedida por la valoración y la elección. Pero, ¿dónde está la línea divisoria entre lo que hacemos y lo que decimos sobre lo que hacemos? Paul Ricoeur expresa que todos los seres humanos, en tanto protagonistas de la historia, se constituyen en agentes de la acción, y tienen ellos mismos (en cuanto agentes) su propia e intransferible historia, su relato característico, que se integra al caudaloso río del tiempo y del espacio, a través de los brazos de agua de los grupos, las familias, las comunidades.
Así, la historia es la narración del mundo y de nosotros mismos. La experiencia o estructura capaz de englobar esos relatos y significaciones, es la identidad narrativa. Cuando los orientales nos designamos a nosotros mismos como orientales, cuando hablamos de país, de nacionalidad, de memoria histórica, cuando dudamos acerca de nuestra idea de patria, o cuando nos preguntamos sobre el significado de esa otra “patria grande”, estamos haciendo también revisionismo histórico; pero ante todo, estamos narrándonos una y otra vez a nosotros mismos, en un juego de espejos que parece no concluir nunca.
Ricoeur se pregunta cuál es la función de la identidad narrativa y de las narraciones del mundo que la gente realiza, y se responde que es la de hacer más inteligible la vida humana. Es que todo parece comprenderse mejor a través de los relatos que vamos haciendo de nosotros mismos, de quienes nos rodean y de quienes nos han precedido, o por lo menos esa suele ser nuestra empecinada ilusión.
Ciertamente (y Ricoeur lo sabe y lo analiza muy bien), las cosas no son tan simples ni tan inocentes.
La historia no se reduce a cuentos de fogón, cancioneros revolucionarios, proclamas institucionales dirigidas a muchedumbres de aburridos escolares o impulsos entusiastas de políticos de turno; aunque se componga de todo eso y mucho más. Para empezar, toda narración se estructura por medio de mutilaciones.
A. Danto considera que en los relatos históricos se incluyen determinados sucesos y se desechan otros, lo que implica una labor selectiva con consecuencias de variado signo. Podría pensarse que es imposible dar cuenta de todos y cada uno de los actos humanos que componen la historia. Es cierto. Pero no suele ser ésta la causa de las frecuentes mutilaciones, sino la intención de excluir a algún otro, porque es peligroso o porque no lo consideramos digno de figurar en las páginas de lo que nosotros, desde nuestro particular horizonte de comprensión, entendemos como historia. Eso es lo que la historiografía argentina, especialmente la bonaerense, hizo con la figura de José Artigas durante el siglo XIX: Artigas era el símbolo de la provincia rebelde, que bellaqueaba, que mordía el freno del férreo centralismo porteño y que para colmo incitaba a las otras provincias a hacer caudal de su ejemplo y a alimentar, así, la llama de la barbarie y el salvajismo opuestos al progreso.
Eso es también lo que hizo nuestra propia historiografía, durante mucho tiempo, con la figura del prócer: circunscribir su figura, ya que no su acción y su mensaje, al preciso territorio de lo que vino a ser, después de largos devaneos fronterizos, la república oriental.
Se trata, por supuesto, de interpretaciones: pero ¿puede ser posible actuar en el mundo, elegir y narrar sin interpretar? Creemos que no; dado que la interpretación es la manera de dotar de significado al mundo. Ese significado podrá ser bueno o malo para otros; podrá considerarse correcto o incorrecto, falaz o verdadero, probable o absurdo (y, naturalmente, está dentro de las probabilidades que sea, en efecto, falaz o absurdo). Pero es el que cada ser humano y cada pueblo realiza, en un momento dado de la historia, desde su propia y característica circunstancia, de la mano de la filosofía y de la conciencia histórica.
Para Dilthey es necesario colocar el edificio de esa conciencia histórica sobre sólidas bases filosóficas, para que pueda transformarse en una estructura liberadora. Bienvenido sea, entonces, el revisionismo histórico, si apunta a la liberación; pero para ello es preciso tener en cuenta, siempre, la posibilidad de que seamos y pensemos de otro modo, la posibilidad de constituirnos como seres históricos dotados de conciencia crítica, capaces de cambiar el rumbo de nuestros actos, y de sabernos libres justamente por eso.
El revisionismo histórico consiste, precisamente, en pretender dar vuelta la pisada, mirar por detrás del edificio de la historia, colarse por la puerta trasera o por la ventana para enterarse de los secretos recónditos de su trama, desarmar su gigantesco aparato de relojería, no para detener el tic tac del tiempo sino para sorprender y capturar las imágenes y los significados que, por una u otra razón, nos pasaron por el costado sin que nos diéramos cuenta.
Y por eso Pacho O´Donnell, lo mismo que algunos otros historiadores argentinos (menciono a título de ejemplo a A. Saldías, Ernesto Quesada, David Peña, Raúl Scalabrini, José María Rosa, Félix Luna y Felipe Pigna, entre otros), deben ser leídos en tiendas orientales, como los historiadores orientales deben ser leídos allende el Río de la Plata, ya que todos ellos han aportado su narración del mundo a través de la actitud fundante de comprender por medio de la indagación y el uso crítico de las categorías a través de las cuales se percibe la realidad.
¿Imparcialidad histórica?
Es necesario desterrar, llegados a este punto, dos confusiones férreamente instaladas en el imaginario histórico: una es la de la pretendida imparcialidad histórica, y la otra es la del alejamiento temporal de los hechos. En cuanto a la imparcialidad, ya la filosofía hermenéutica ha ahondado largamente en este problema, contribuyendo a desterrar la creencia en la objetividad de la historiografía. Danto habla, al respecto, del “cronista ideal”, que no existe sobre la faz de la tierra, porque de existir debería parecerse a Dios: no solamente sabe todo lo que ha acontecido en el mundo, punto por punto y escena por escena, sino que además es capaz de penetrar en los pensamientos mismos de la gente, aunque éstos no surjan de modo manifiesto de documento alguno. Este cronista ideal puede dar cuenta de todos los sucesos acaecidos en este mundo, desde el origen de los tiempos, como si se tratara de una máquina compuesta de una cámara fotográfica, una fotocopiadora, un grabador y varios artefactos más de ese género.
Algo parecido al Aleph de Jorge Luis Borges: “Ve el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto (era Londres), interminables ojos inmediatos, todos los espejos del planeta, un traspatio de la calle Soler con las mismas baldosas que hace treinta años viera en el zaguán de una casa en Fray Bentos, racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, convexos desiertos ecuatoriales…” y la lista continúa, aterradoramente bella, como la visión de aquel ángel terrible del que habla Rilke.
Cronistas así no existen; no pueden existir, porque la historia es siempre la historia de una historia, la narración de una narración, la dotación de sentido al cúmulo multiforme de impresiones que el mundo nos ofrece, de manera que la imparcialidad y la objetividad puras no son posibles.
En cuanto al alejamiento temporal de los hechos, que suele ser otra de las fórmulas o exigencias de un método histórico considerado bueno, si se siguiera al pie de la letra no sería más que una pretensión nociva (además de imposible), ya que excluiría al narrador de toda participación en las luchas y circunstancias de la vida, reduciendo la historiografía a un mero relato vacuo, sin compromiso filosófico alguno y contaminado de una abstracción que, en el mejor de los casos, nos haría perder contacto con las dimensiones concretas, vitales y sensoriales de nuestra experiencia histórica, como bien lo afirma H. Gumbrecht .
Recordemos, entonces, que José Artigas, a quien hemos elegido como nuestro máximo prócer nacional, es el mismo que dijo en su momento frases como ésta: “Ahora, nos ofrecemos nuevamente los orientales; conservaremos otra vez la libertad en nuestro suelo y se nos dejará plantarla por nosotros mismos, de acuerdo al sistema de confederación” (a J. García de Zúñiga, 13 de noviembre de 1812). Dijo también que “La Confederación es el único sistema para el pacto recíproco con las provincias que formen nuestro estado” (Instrucciones del año XIII). Y ciertamente, podemos no estar de acuerdo con ese pensamiento. El problema es que nadie sabe qué partido tomar. Parecería que los orientales (así como las provincias argentinas más vinculadas al mensaje artiguista, como Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, y el territorio de Misiones) nos hemos dedicado durante casi toda nuestra vida institucional a cultivar una suerte de esquizofrenia histórica, mentando el ideario artiguista a lo largo y a lo ancho de nuestro suelo y negándolo constantemente por la vía de nuestras acciones; con lo cual, además, lo hemos mutilado, lo hemos descontextualizado y le hemos hecho perder esa participación en las luchas y circunstancias de la vida a que antes aludíamos.
Se podrá alegar que ése ha sido el decurso histórico que nos tocó vivir, y que el historiador debe limitarse a dar cuenta de los hechos tal como ocurrieron; pero una historia “pura” en este último sentido, sería una historia desprovista de lo que ella misma es o puede ser; privada por lo tanto de su propia esencia, que es la de problematizar el mundo. En eso, a mi entender, reside el meollo del revisionismo histórico: en poder abrirse a nuevos planteos y perspectivas, sin perder de vista el bosque y sin dejar de escuchar, instante a instante, el crecimiento silencioso de cada rama y de cada hoja.
Volveremos a ello.
BIBLIOGRAFÍA:
- Borges, J. L. El Aleph. Alianza Editorial. 1996
- Collazo, Marcia. Alguien mueve los ruidos. Estuario. Montevideo. 2010
- Croce, Benedetto. La historia como hazaña de la libertad (Ed. Italiana, 1938). Segunda edición en español, Colección Popular. FCE. México. Bs. As. 1960
- Danto, Arthur. Historia y narración. Paidós. Barcelona. 1989
- Eco, Umberto. Los límites de la interpretación. Ed. Lumen, Barcelona. 1998
- Gumbrecht, H. U. De la interpretación y otras historias. UdelaR. 1999.
- Halperín Donghi, Tulio. El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional. Buenos Aires. Siglo XXI. 2005.
- Kant, I. Filosofía de la historia. México. FCE. 1999
- O´Donnell, P. Artigas. La versión popular de la revolución de mayo. Aguilar. 2012.
- Ricoeur, P. Tiempo y narración I. México. Siglo XXI. 1999
- Von Savigny, F. De la vocación de nuestro siglo para la legislación y la ciencia del derecho. Ed. Atalaya. Bs. As. 1946
Marcia Collzao - Abogada, docente, poeta, escritora, ensayista. Uruguay
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