Cuba, Indoamérica y Afroamérica II
Marcia Collazo
15.03.2013
Salga el mulato
suelte el zapato
dígale al blanco que no se va
De aquí no hay nadie que se separe,
mire y no pare,
oiga y no pare,
beba y no pare,
coma y no pare,
viva y no pare,
que el son de todos no va parar .
Nicolás Guillén, Son número 6
Aquí lo que hay es que irse
Algo del dolor de los nativos y de los esclavos africanos se nos quedó en la sangre , dice la escritora cubana Verónica Vega, a propósito de una reflexión sobre el carácter de los cubanos; pero también algo de la indiferencia y el sentimiento de superioridad de los europeos que nos conquistaron (*1). Cuando leí esas palabras no pude evitar traer a mi recuerdo la mirada que pude observar, o más bien atrapar al vuelo de un fugaz instante, en los ojos de muchos cubanos. En algún momento de la conversación, fuera cual fuera el tópico de ésta, se dejaba caer esa mirada inexpresable, mezcla de honda melancolía y de exaltado y desafiante orgullo; una mirada profunda pero impenetrable, que parece venir en oleadas del fondo mismo de la historia.
Esa mirada dice resistencia y dice frustración; dice esperanza y dice rencor; dice hasta la victoria siempre y dice estamos hartos de pasarla mal ; dice ganas de mandarse mudar y dice memoria (mucha memoria, aplastante memoria) de gloriosa determinación y de lucha heroica. Pero cuidado: con una lectura demasiado lineal o apresurada, con una actitud de crítica despiadada o de fanatismo acrítico, los latinoamericanos que contemplamos desde afuera ese horizonte, no podremos ni siquiera asomarnos al laberinto de ideas y circunstancias, ambiciones y padecimientos, esperanza y amargura, sangres y destinos que hoy convergen en el alma de los cubanos.
Debemos apelar a la reflexión documentada, seria, y las más de las veces silenciosa, para que el ruido de las historias se deje oír. Porque se trata en realidad, no de una sino de muchas historias, variopintas, complejas, cuyos hilos se nos pierden a cada instante en los vericuetos del pasado y del misterio. Una y otra vez, esas historias rondan nuestra sombra, la sombra grande de Latinoamérica, como terribles, traviesos o inquietantes fantasmas de alguna cosa que, a pesar de nuestro interés por comprenderla, se nos escapa.
Que ves cuando me ves
Es que cuando hablamos de Cuba no podemos dejar de referirnos al resto de América Latina, ya que como muy acertadamente señala el antropólogo cubano Jesús Guanche, la insularidad de ese país no es el factor determinante a la hora de analizar el carácter y la fisonomía cultural del pueblo cubano, aunque mucho se haya insistido en tal peculiaridad geográfica. No se trata de una isla aislada, aunque suene como una redundancia. Dice Guanche: nuestra mentalidad ha sido y es muy continental, pues precisamente los componentes étnicos formativos básicos, sin dejar de considerar el legado aborigen ( ) es fundamentalmente de España y Africa .
De manera que el proceso histórico cubano (que es, obviamente, singular, original y propio) no ha excluido en ningún momento el contacto permanente con otros espacios de América Latina, Norteamérica y el Caribe; aunque esos rasgos propios y singulares conlleven, entre otras cosas, un crecimiento endógeno de su población. Al abocarse a este tipo de análisis es necesario distinguir lo particular y lo general de cada pueblo y de cada cultura. Existe un amplio territorio de elementos compartidos en América Latina, entre los que se encuentra la simbología, que no debemos desdeñar ni hacer a un lado, a riesgo de no lograr comprendernos a nosotros mismos. Pero ese territorio compartido, se alimenta en buena medida (y allí reside la paradoja) de los territorios particulares y concretos de cada región, etnia y proceso vital histórico. Gota a gota se hace el mar, grano a grano de arena se forjan los desiertos, y el todo no se puede explicar sin la suma de sus partes.
Nos hemos referido ya al símbolo de Caliban, en relación no solamente a Cuba y la conquista española, sino a América Latina entera. El filósofo Roberto Fernández Retamar ha sido uno de los primeros en redimensionar la figura de Caliban como el símbolo por excelencia de América; pero no ya de una América indígena (que no es ni puede ser la única actualmente) sino de una América mestiza en el sentido integral de la palabra; de una América en cual se fusionan en condiciones distintas a las que les eran habituales, lo europeo, lo indio y lo negroafricano (2003:9). (*2)
Indoamérica, Afroamérica, Hispanoamérica ¿y después?
América no es, pues, ni la pretendida y ambigua referencia a una raíz latina europea, ni el conjunto de pueblos indígenas anteriores a la conquista española, ni el aluvión de pueblos africanos trasplantados aquí por la fuerza, sino la herencia múltiple de toda esa amalgama étnica. Es así como podemos ser denominados Indoamérica, por el legado de las culturas nativas; Afroamérica por la masiva introducción de esclavos que se produjo en todo el continente, y muy especialmente en las Antillas; y también Hispanoamérica, por el acervo español que nos ha nutrido durante los últimos quinientos años; y aun así, con tales denominaciones estaríamos dejando fuera el aporte más reciente en el tiempo de otras culturas, como la de los japoneses, chinos, coreanos, eslavos, judíos, turcos, armenios y otros. Lo europeo en América se reduce, así, a determinados centros de poder institucional, muy visibles, que se mantienen en la superficie al modo de los abonos artificiales o zonas corticales de las que habla Ezequiel Martínez Estrada, en tanto que el fermento más profundo y rico del sustrato cultural responde, básicamente, a lo indígena y a lo africano.
En suma, no somos propiamente europeos, ni indios, ni africanos (lo cual no es ningún descubrimiento; recordemos que ya lo dijo Bolívar en 1815): somos todo eso y más, pero en el más reside, precisamente, lo distintivo de nuestra identidad, sea cual fuere semejante distintivo. Lo americano es, como todo concepto histórico cultural, inseparable de sus raíces. Y este hecho cobra inusitada fuerza en la región del Caribe, en la que comenzó a desplegarse la primera acción de la conquista europea, con el terrible resultado del aniquilamiento de los aborígenes y la introducción de un masivo y sistemático tráfico de esclavos africanos.
Es sobre esa cruenta realidad que se irá fraguando un nuevo panorama, que no será únicamente el del sufrimiento y el despojo, sino el de la esperanza y la lucha. Señalaré al respecto dos grandes hitos históricos que harán frente al imperialismo occidental, cada uno a su modo y encrucijadas bien distintas: el primero fue la llamarada libertaria de Haití, movimiento revolucionario precursor de la subsiguiente oleada independentista, comenzado en 1791, que abolió la esclavitud y abrió el camino a la liberación latinoamericana, aunque en los hechos se le ignore y se le siga minimizando en sus consecuencias; el segundo, la revolución cubana de 1959, que puso freno al imperialismo de Estados Unidos en sus propias narices, y erigió en el continente americano el primer régimen socialista fuertemente anclado en el presente y en el pasado, en el ideario de los grandes próceres de fines del siglo XIX y en la contemplación del garito y prostíbulo en que se había convertido el país, verdadero lupanar fiestero erigido en el medio del mar para solaz y desafuero de banqueros, industriales, traficantes y mafiosos de toda laya y especie. Revolución cubana que ha sido denostada, vilipendiada y degradada hasta el cansancio por quienes solamente ven en ella una osadía imperdonable, un escandaloso gesto de rebeldía lindante con la locura, o por quienes lo sienten como un golpe directo a la mandíbula del capitalismo neoliberal, pero también por muchos o muchísimos de los que en algún momento creyeron o dijeron creer en ella.
La amalgama fermental
Pienso, con el ya aludido antropólogo Jesús Guanche, que es muy difícil desentrañar lo esencial del ser cubano, sobre todo si se lo mira desde afuera, con la ñata contra el vidrio , como reza el tango. Hay, con todo, algunos caracteres que se pueden apreciar a poco que el observador afine su vista: el aporte afrodescendiente en la población cubana es notorio y abrumador, sorprendente en su riqueza, que por momentos adquiere ribetes épicos, fantásticos y legendarios, que parecen remontarnos a lejanos cantos tribales, ceremonias de oscuridad y sangre, de pasión y de lucha, de danza frenética y de estrecho contacto con los dioses, todo ello condimentado con los colores turquesa y azul cobalto del mar y del cielo, la ruinosa geografía de muros y de calles, la imponente presencia de la fortaleza del Morro, el laberinto de las calles sucias, viejas y venerables, quebradas aquí y allá por los grupos de vecinas que se sacan sus sillas a la vereda, los taxis a tracción humana con sus asientos forrados de terciopelo granate, los gigantescos y magníficos automóviles clásicos de los años 50 y los carros de madera de los vendedores de plátanos y limones; en suma, se trata de una realidad plástica, móvil, ruidosa e infinita en sus caleidoscópicas expresiones, que abreva en el aporte principalísimo de la raíz africana.
Cuidado con las fronteras
Y sin embargo, los términos afrodescendiente, indodescendiente, hispanodescendiente y algunos otros, resultan a la larga o a la corta, como bien expresa Guanche, conceptos autoexcluyentes con determinados niveles de tendenciosidad política, más que de identidad cultural dignificante (*3). El gran reto al que se enfrenta el ser americano en la actualidad es el de apostar a integrarse con aquellos a los que percibe, todavía, como el otro , el diferente, el extraño, el diverso de mí . De ahí a considerar a ese otro como un ser a eludir, o como un enemigo en potencia, no hay más que un paso.
Consideremos el caso cubano: la endogenación provocada por la mezcla de sangres ha tendido allí, no a dividir, sino por el contrario a unir y a amalgamar el ser nacional en un todo nuevo, dotado de una pujanza creadora y de un ingenio y gracia difícilmente parangonables en otro pueblo. ¿De qué sirve, a estas alturas, pretender separar los territorios étnicos de indodescendientes, de afrodescendientes, o aún de hispanodescendientes como si se tratara de planetas aislados, cada uno girando en su propia órbita? Y suponiendo que la tarea de diferenciación fuera necesaria, útil y beneficiosa desde el punto de vista humano, antropológico, sociológico y aún psicológico, ¿no debería concluir en lo que recomendaba José Martí? Los pueblos que no se conocen han de darse prisa por conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos ( ) han de encajar, de modo que sean una las dos manos . También recomendaba: Los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas. Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes (*4). Al respecto reflexiona Gabriel García Márquez que hoy más que nunca estamos obligados a permanecer fieles a nosotros mismos, a nuestras tentativas tan difíciles de cambios sociales , que incluyen el poder mirarnos cara a cara, como hermanos que somos, sea cual sea el color de nuestra piel y nuestro bagaje cultural ancestral.
Si es cierto que los viajes enriquecen al viajero, porque le permiten apreciar, calibrar y comparar mundos y costumbres diferentes, no es menos cierto que de tales comparaciones ha de extraer la valentía suficiente para desnudar sus propios errores, omisiones y carencias. Cuán distinta es Cuba al Uruguay, ya desde su misma geografía; y cuán similar, sin embargo, en algunos de los más recónditos vericuetos del alma humana. Si Caliban es el signo de lo americano, y si lo americano es la mixtura indo, afro y española, entonces Caliban está entre nosotros más vivo que nunca; y aunque eventualmente podamos asignarle otro nombre, otra simbología, otros colores y atributos a su definición (por ejemplo, un nombre que englobe por igual lo femenino y a lo masculino), seguirá constituyendo en esencia esa amalgama fermental, compuesta de aportaciones tan disímiles como enriquecedoras. Bueno sería insistir, entonces, en que el símbolo de Caliban debiera hoy convocarnos a la unión, a la equidad, a la justicia y a la solidaridad, sea cual sea nuestro origen étnico, bajo la máxima acuñada por la filosofía de la liberación, a la que debería volver el pensamiento latinoamericano una y otra vez, de que o nos salvamos todos o no se salva nadie .
BIBLIOGRAFÍA:
Duque Gómez, Luis. (1967) Tribus indígenas y sitios arqueológicos. Bogotá. Vol. II
Fernández Retamar, R. (2003) Algunos usos de civilización y barbarie. Prólogo a Africa en América. Ed. Letras cubanas.
García Canclini, Néstor (1990) Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México.
García Márquez, Gabriel (1982) La soledad de América Latina. Escritos sobre arte y literatura. 1948-1984. La Habana, 1990.
Guanche, Jesús. En Antropología del cubano . Espacio Laical Nº 2. 2012.
Portilla, Miguel León (1959) Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista. México.
Revista del Primer Festival Panamericano de Cultura (1970) Casa de las Américas. No 58, enero-febrero.
Romero, José Luis (1953) La cultura occidental. Buenos Aires.
Salas, Alberto Mario (1950) Las armas de la conquista. Buenos Aires.
NOTAS
(*1) Vega, Verónica. Autora de la novela Aquí lo que hay es que irse .
(*2) Fernández Retamar, R. (2003) Algunos usos de civilización y barbarie. Prólogo a Africa en América. Ed. Letras cubanas.
(*3) Guanche, Jesús. En Antropología del cubano . Espacio Laical Nº 2. 2012.
(*4) Martí, José. Nuestra América.
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias