EN BUSCA DE LA TIERRA PURPÚREA 1: CABO POLONIO
Marcia Collazo
30.01.2014
La Banda Oriental, región de sol y de tormentas
La caridad empieza por casa, dice el refrán; y aunque he incursionado (y seguiré haciéndolo) en la vastedad de la idea y de la geografía americana, es bueno volver la mirada una y otra vez hacia la propia aldea, no para caer en el error de aquel aldeano vanidoso del que hablaba Martí, incapaz de ver más allá de sus narices y de advertir el peligro que entrañan los "gigantes de siete leguas" que, en el momento menos pensado, le pueden poner la bota encima; sino para acceder a ese otro modo de lo universal, que consiste en repetir, a partir de lo singular, los actos viscerales propios de la condición humana: es decir, vivir, pensar, padecer y amar desde el terruño. Y en aras de ese propósito, me refugio en el símbolo de la Tierra Purpúrea de Guillermo Enrique Hudson, cuyo magnífica obra no me canso jamás de releer. Hudson (nacido en 1841 en la localidad de Quilmes, Buenos Aires, en un paraje denominado "Los veinticinco ombúes") era hijo de estadounidenses descendientes de aquellos ingleses puritanos refugiados, por motivos religiosos, en América del Norte durante el siglo XVII. Pero Hudson era muy americano, en el cabal sentido del término (que no equivale, como algunos pretenden, a norteamericano sino, en todo caso, a habitante del continente conocido, en su totalidad y sin distinciones, como América). Pero además, Hudson era un criollo sudamericano o, si se quiere, latinoamericano, de pura cepa; condición de la que no renegó jamás y que impregna toda su obra. En la Tierra Purpúrea (de la cual recomiendo muy especialmente la edición de Zurbarán, Buenos Aires, 1996, con ilustraciones de Florencio Molina Campos), Hudson describe una Banda Oriental (que, en puridad, ya era la República Oriental del Uruguay) esencialmente salvaje e incontaminada, original y terrible como pudiera serlo el paraíso terrenal; y en tal sentido expresa, refiriéndose a nuestro país, por el que pasara en 1868: "Adiós, hermoso país de sol y de tormentas, de virtudes y crímenes; que los invasores que pudiesen en lo futuro pisar tu suelo, tengan la misma suerte que aquellos del pasado y te dejen librado, por último, a tus propios recursos".
Quiero retener esa concepción de pureza y salvajismo elemental de la que hablara Hudson, no en referencia a la condición humana "pura y desnuda" sino en lo relativo a la naturaleza, especialmente a la geografía y su compleja relación con el ser humano; y en tal sentido comienzo por la historia de nuestras costas (en parte porque hace más de treinta años que frecuento las costas de Rocha, a las que he aprendido a respetar y a amar, y en parte porque la estación veraniega hace propicio el tema), haciendo mis propios votos para que el Cabo Polonio pueda quedar librado, como dice Hudson, a sus propios recursos: los provenientes de la mano de la naturaleza, que es sabia, y no de la mano humana, cuya sabiduría, cuando de intromisiones, ambiciones y depredaciones se trata, más bien brilla por su ausencia.
Cabo Polonio, una isla de piedra hermanada a la tierra
Como indican numerosos cronistas, historiadores y geógrafos, hace menos de 50 años, el Cabo era un vasto escenario natural casi deshabitado, con excepción de unas pocas familias de intrépidos pescadores y extensas manadas de lobos marinos, a los cuales se venía cazando por lo menos desde el siglo XVIII. Su espléndida geografía sigue y seguirá triunfando sobre la vida humana, mientras la mano del hombre no se aplique a destruirlo. El mar, inclemente y salvaje, se desploma en alarde de poder sobre la curva de las playas, y los vientos oceánicos contribuyen en forma permanente, con su lluvia de arena más o menos recia, a crear y mantener los altos médanos cuya altura ha llegado a ser, en algunos sitios, casi la misma del cerro de Montevideo. El Cabo entra en el mar como una mano de piedra creada por obra de los dioses, como una isla adherida a la tierra por capricho o por distracción, y entre las rocas y peñascos emergen los rugidos de las olas y las voces guturales, casi humanas, de los lobos, cuyos huesos van a confundirse a su hora, en ciclos constantes, con una naturaleza esencialmente mineral. Se trata de una maravillosa plasmación de vida orgánica, secreta, organizada en base a su propio ritmo eterno.
En cuanto al nombre, circulan distintas versiones. Una de ellas, difundida durante algunos años, decía que allí naufragó un barco llamado Polonio (y más de uno habrá pensado que se trató de un Cabo o soldado de ese apellido); otra, la que goza de mayor credibilidad, porque está apoyada en documentación contenida en archivos, sostiene que el barco (naufragado en 1753) era el Nuestra Señora del Rosario, comandado por un capitán llamado José Poloní o Polloní. El barco venía de Cádiz y después de realizar la casi obligada escala en las Canarias (escala que se viene haciendo desde los primeros tiempos de la conquista y colonización de América), enfiló hacia el Río de la Plata. En la noche del 31 de enero de 1753, tal vez por la peligrosidad del lugar, carente de faro en esa época, o acaso por efecto de las espléndidas y bien regadas cenas que el capitán efectuaba a bordo (según testimonios contenidos en los archivos, todos terminaban ebrios y hasta se lavaban las manos con vino), el barco embistió un arrecife rocoso de los que abundan en el sitio y que, en una vasta región que se extiende hasta la Punta del Diablo, presenta varias islas erizadas de tales piedras: en primer término, las Islas de Torres, el Islote, la Isla Rasa y la Isla Encantada; y más allá dos islas llamadas Castillos, que por sus formas almenadas recuerdan los torreones y contrafuertes de las fortalezas medievales.
La vida del Cabo Polonio obedece, como toda creación de la naturaleza, a un impulso orgánico, armónico y pautado por ciclos naturales. Si pensamos que los médanos son de origen marino, podemos apreciar la formidable orquestación existente entre el agua y la tierra. La antigüedad del sistema de dunas, producido después de la última glaciación, se estima en una franja temporal que va de los 10.000 a los 3 o 4.000 años, y aunque muy cambiante en cuanto a su panorama, guarda indicios de presencia humana (por los abundantes restos líticos hallados, consistentes en puntas de flechas, boleadoras, rompe cabezas, y dos ornitolitos) que se remontarían, en los denominados "humedales del Este", a unos doce mil años.
La presencia humana estable (es decir, con fines de asentamiento regular) en la región, data de mediados del siglo XVIII, si por asentamiento se entiende la posesión de dilatadas extensiones de tierra lindantes con el Cabo (por ejemplo, la estancia del matrimonio compuesto por Domingo Veiga y Juana Olivera). En puridad, hasta fines del siglo XIX no puede hablarse de verdadera presencia humana en el sitio, debido a las dificultades de su acceso, a través de un territorio colmado de dunas, arenales y pantanos traicioneros, y a su natural inclemencia. Como menciona Mabel Moreno, "En 1918, la balicera Rosa Prieto de Rodríguez ponía tres horas a caballo para llegar desde el Rincón de Balizas al Polonio". Es de imaginar no solamente el arrojo y la eficiencia de esta mujer (tres horas es, en el fondo, casi un tiempo récord para marchar hasta allí sobre un caballo), sino la plétora de dificultades de todo tipo que debería afrontar en ese recorrido. Lo que convocó, en definitiva, a los escasos pobladores, fue la posibilidad de explotar la faena de lobos marinos, así como la construcción del faro, erigido en 1881. Más tarde fueron llegando arqueólogos, biólogos marinos y geólogos. De turistas, ni hablar, por lo menos hasta los años 70 del siglo XX (y eso, más bien de pasada, y siempre que se tratara de aventureros arriesgados, enamorados de la soledad y de lo agreste, dispuestos a imaginar que formaban parte de la Legión Extranjera o que se habían convertido en algún Lawrence de Arabia rochense). Para cuando estalló la polémica sobre el Cabo Polonio, a fines de los años 90, ya la invasión había cundido y las luces rojas de la alarma estaban encendidas: se habían levantado demasiadas casas de pobladores ocasionales (léase veraneantes), sin orden ni concierto, la mayoría de las cuales fueron demolidas, en aras de la preservación ecológica del lugar. Permanecen todavía muchas construcciones, y en verano menudean las ofertas gastronómicas de buñuelos de algas, pan casero, pasteles y tortas fritas y miniaturas de pescado, así como las artesanías tradicionales hechas con vértebras de pescado y caracoles. Pero con los primeros fríos los turistas se retiran, la soledad cae lentamente sobre el paisaje, como un recordatorio de la eternidad, y el mar y el viento vuelven por sus fueros.
Sobre mitos, leyendas y otras guiñadas de la fantasía
Las leyendas nacen, ya se sabe, de los cruces entre la realidad y la fantasía, los miedos y las esperanzas, la picardía y la añoranza. Después surgen las casualidades, las interpretaciones, alguna desgracia de las que marcan un jalón oscuro en la vida de una comunidad, y ya están dados, o presentados, todos los ingredientes necesarios para concebir un mito. Muchas son las leyendas que corren entre los lugareños de Rocha, especialmente en Aguas Dulces, Valizas y el Cabo, y la mayor parte de ellas ha sido plasmada en diferentes libros que recogen multiplicidad de testimonios. Mabel Moreno, en obra citada, menciona algunas supersticiones, como la de no embarcarse un 25 de agosto, porque trae desgracia; o la de portar una "carta celeste" escrita a mano por un curandero, para prevenir el daño; y ni hablar de la luz mala, contra la cual no vale ninguna explicación científica. A ello deben sumarse los testimonios recogidos, entre otros, por Ganduglia y Scarlato, referentes a la mujer gaviota, la mujer rubia y de ojos celestes que se le aparecía al Bonito Calimares (un antiguo habitante de la zona), llegando a subirse al anca de su caballo, y las palomas blancas de la isla Encantada, que cuando se aparecen, advierten a los navegantes que deben pegar la vuelta, sin vacilación posible, a riesgo de perecer en algún horrendo desastre acuático. Como puede apreciarse, estas leyendas han surgido, en su mayoría, de los mismos elementos que componen la geografía y el alma del lugar: los sonidos característicos, como el de las gaviotas, cuyo canto recuerda una risa inquietante; el peligro que acecha entre las olas, y las inmensas y abrumadoras soledades, que llevan en ocasiones al desvarío e incertidumbre de los sentidos (mientras escribo, el mar sigue golpeando).
Ya lo dice el poeta inglés T. S. Elliot, en referencia al legendario explorador polar Ernest Shakelton quien, al tener que atravesar un glaciar, tuvo la sensación de una presencia sobrehumana a su lado, que velaba por él y por sus compañeros y le transmitía la fuerza necesaria para seguir adelante. El relato inspiró a Elliot al escribir su bellísimo poema "Lo que dijo el trueno":
"¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo juntos
pero cuando miro adelante por el camino blanco
siempre hay otro caminando a tu lado".
Es que, en esas soledades ariscas e inclementes, bien se puede sentir, en ocasiones, el aullido del viento o el rugido del mar como una presencia tangible y temible que, de repente, cobra forma humana. ¿Por qué no creer, entonces, en las visiones de Bonito Calimares cuando sostenía que una mujer rubia lo acompañó, más de una vez, de cerca o de lejos, en ancas del caballo o a lo largo de la costa, en sus dilatadas incursiones por la isla de piedra que los dioses quisieron regalarnos?
BIBLIOGRAFÍA:
Elliot, T. S. Poesías reunidas. 1995. Altaya, Barcelona.
Ganduglia, Néstor. Scarlato, Silvia. El último santuario. Patrimonio cultural inmaterial en las costas de Rocha, y sus potencialidades para el desarrollo local. 2008. www.unesco.org.uy
Larrañaga, D. A. y Guerra, J. R. Apuntes históricos sobre el descubrimiento y población de la B. O. del Río de la Plata y las ciudades de Montevideo, Maldonado, Colonia y otras. 1914. Revista Histórica. Nº 19. Tomo VII. Montevideo.
Martí, José. Nuestra América.
Más de Ayala, Isidro. Y al sur el Río de la Plata. 1958. Talleres Gráficos Gramma, Bs. As.
Moreno, Mabel. Cabo Polonio: Vidas sin tregua entre el cielo y el mar. Banda Oriental. 2010
Pi Hugarte, R. y Vidart, D. El legado de los inmigrantes I. 1969. Colección Nuestra Tierra. Montevideo.
Varese, Juan Antonio. De naufragios y leyendas en las costas de Rocha. 1993. Fin de Siglo. Montevideo.
Marcia Collazo
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