EN BUSCA DE LA TIERRA PURPÚREA: ENTRE FAROS Y FAROLES (Parte 2)
Marcia Collazo
06.02.2014
VIVISECCIÓN DE UN FARO
¿Qué son los faros? ¿Fuegos de San Telmo devenidos en colosos de piedra o de cemento? ¿Un canto de sirenas benéfico, luminoso, puesto para guiar a los navegantes en su azarosa lucha contra los elementos? Los faros, en todo caso, siempre han despertado en la imaginación ciertas evocaciones poéticas, de algún modo mezcladas con esos miedos ancestrales que animan el fondo del corazón humano. Son una de las formas de la certidumbre, pero también de la incertidumbre, porque si bien ayudan, no garantizan de por sí un arribo feliz a la costa; son una manifestación de la solidaridad humana, pero también un símbolo de la soledad; una luz puesta para apartar a otros de la muerte, y una condena perpetua a la cárcel de escaleras circulares, calcáreas, que cada día cuesta más trabajo subir, para proceder a la tarea prometeica de llegar a la torre para apagar y encender las enormes linternas.
El faro del Cabo Polonio se inauguró en 1881, y el de la Isla de Lobos (ubicada a unos 12 kilómetros de Punta del Este) fue reclamado desde siempre por los navegantes que tenían que doblar esa punta que, a lo largo de la historia, fue recibiendo diferentes nombres. Cuenta Isidro Más de Ayala (autor de sabrosa y deleitante lectura) que ya Santiago de Liniers, en 1790, mucho antes de ser Virrey del Río de la Plata, pero inspirado por su vasta experiencia como oficial de navío, había proyectado sin éxito la construcción de torres y atalayas en la Isla de Lobos, en la de Gorriti y en otros sitios costeros colocados en la entrada del Río de la Plata, peligrosos para la navegación y que se habían cobrado, en varias ocasiones, numerosas vidas. En 1852, el entonces presidente Juan Francisco Giró arremetió nuevamente con la idea de levantar un faro en la Isla de Lobos, hallando gran resistencia. ¿Cuál era el problema? El temor de los comerciantes, explotadores de pieles y aceite de lobos marinos, de que la excesiva luz ahuyentara a las manadas. Recién en 1906 empezó a funcionar el polémico faro, y quedó demostrado que a los lobos no se les movió un pelo, valga la metáfora.
El faro de Punta del Este tuvo mejor suerte, y quedó inaugurado en 1860, en tanto que al de La Paloma (denominado del Cabo de Santa María) le tocó el turno en 1874, después de la ocurrencia de una serie de naufragios muy dramáticos (además, la torre inicial se derrumbó durante una tormenta, en mayo de 1872, y perdieron la vida quince trabajadores que se habían refugiado en ella; fueron sepultados a sus pies, en el cementerio del faro). A modo de curiosidad, para conocimiento de quienes no nos dedicamos al oficio de la navegación, apuntamos que todos ellos tienen señales características o códigos, bastante similares a los semáforos en el tránsito, aunque ciertamente mucho más complejos, en los cuales varía el color de la luz, así como la cantidad y el tiempo de duración de los destellos (ocultaciones): la luz blanca es la habitual e indica zona libre; la luz roja advierte peligro, o zona por la cual no se debe transitar; la luz verde significa sector de acceso a canal, puerto o abrigo. A modo de ejemplo, el faro de Cabo Polonio tiene destellos blancos cada 12 segundos, y un alcance de 17,8 millas náuticas, mientras que el faro de La Paloma tiene una cúpula a franjas radiales rojas y blancas, y un alcance de 20,5 millas náuticas.
VIVISECCIÓN DE UN FARERO: la interacción entre el hombre y el medio
La vida del farero (de todos los fareros, incluidos obviamente los uruguayos) era y sigue siendo bastante dura. A las inclemencias naturales del clima, que causan en todo tiempo inquietud, alarma o desasosiego, hay que añadir el esfuerzo de tener que subir y bajar innumerables escalones para la tarea de iluminación. Además están las eventuales tareas de rescate de náufragos, a las cuales están hechos no solamente los fareros sino casi todos los habitantes de esas regiones costeras distantes, que se extienden por toda la franja marítima rochense. Hasta el día de hoy, a pesar de la existencia de los GPS o sistemas de navegación por satélite, ocurren, si no grandes, al menos pequeños naufragios, o peligro de ahogamiento de bañistas; en esos casos, la técnica empleada más comúnmente es meterse en el agua a caballo, desafiando el oleaje, hasta donde el caballo aguante, y desde allí arrojar una cuerda para que puedan aferrarse a ella los que están a merced de las aguas. Esta tarea muchas veces es, o era, cumplida por el farero. A ello debe añadirse el peso de la soledad, peculiar y densa, casi ominosa, que en los largos meses invernales llega a provocar una especie de melancolía transida de elementos fantásticos o sobrenaturales, casi imposibles de exorcizar, por más que en algunos lugares, como en el propio Cabo Polonio, se haya impuesto orgullosamente la costumbre de ese estricto y casi purificador aislamiento de fareros muy parecidos a templarios, al menos en la arcaica e ineludible tarea de custodiar los fuegos, o las luces sagradas.
¿Qué es lo que lleva a esa íntima conmixtión entre el farero y el faro, entre el farero y el mar? Para explorar ese terreno (y puesto que nuestro tema central sigue siendo la Historia de las Ideas, que engloba a la historia de la cultura) es interesante señalar que para algunos pensadores, como el antrópologo y arqueólogo estadounidense Julian Steward, existe una peculiar interacción entre el ser humano y el ambiente, que el autor denomina "ecología cultural". "El hombre ingresa en la escena ecológica (...) no simplemente como otro organismo relacionado con diferentes organismos por referencia a sus características físicas. Introduce el valor supraorgánico de la cultura" (Steward, 1955:31). La adaptación al ambiente se cumple, así, mediante la cultura, que es humana y por lo mismo pensada, sentida y transcurrida al interior del alma y al exterior del mundo; y por eso surgen los faros; y por eso el farero de Cabo Polonio, de nombre Andrés, a quien Más de Ayala conoció en 1959, hablaba poco, era amigo de largos silencios, y se proponía morir en el faro, o por lo menos en sus inmediaciones, para lo cual se venía construyendo, de a poco y a medida que los años impactaban en sus piernas y en sus articulaciones, un modesto rancho de barro adyacente a la mole rectilínea, que seguiría protegiendo sus sueños, sus días y sus noches, con el derrame de luces y de sombras de su presencia acogedora.
Steward propone el ejemplo de los pueblos Shoshone Timbisha, ubicados en el sur de California, los cuales, obligados a vivir en el nivel de la mera subsistencia, se habían adaptado a una economía sencilla basada en la caza y la recolección: "la vida estaba consagrada casi exclusivamente a las inexorables exigencias de la búsqueda de alimentos" (Steward, 1939:529). Con las naturales diferencias de tiempo, lugar, mayor o menor abundancia de recursos económicos, medios de transporte y demás circunstancias históricas, la comparación puede ser aplicada no solamente a los fareros sino a los habitantes todos del Cabo Polonio, especialmente a la gente de hace 50 años, y ni qué decir de fines del siglo XIX.
EL FARO, ESE SER VIVO
En 1881 pasó a ocuparse del faro del Cabo Polonio el Capitán Julio Romero García de Zúñiga, procedente de una familia de alcurnia, a quien por un motivo aparentemente nimio (negarse a desfilar en camisa durante un carnaval, junto al resto de la oficialidad militar), el general Máximo Santos decidió castigar enviándolo a hacerse cargo del aludido faro; algo así como si durante el gobierno zarista de Rusia, lo hubieran mandado a la Siberia, o en plena época de los Reyes Católicos, al Finisterre o "fin del mundo", ese lugar en donde, según el historiador romano Lucio Anneo Floro, el sol se hundía en el mar, tal como si se ahogara, y una llamarada brotaba de las aguas.
Pues bien: el capitán Romero marchó al Cabo Polonio con su familia, compuesta en ese entonces por su mujer, Clementina Gossetti Valdés, que estaba embarazada, y varios hijos pequeños, según narra Mabel Moreno. Lo interesante del caso es que, en el momento del parto, Romero salió en busca de una partera y al regreso se vio demorado por una repentina tormenta. Durante ese tiempo, Clementina no solamente parió sola a su hijo, sino que además subió diariamente los 123 escalones para encender la luz del faro en las horas correspondientes. Agrega Moreno, que "mientras pasó esa semana sola, no podía salir afuera de las habitaciones, porque los lobos marinos estaban por todos lados y no la dejaban caminar" (Moreno, 2010:52), así que se habrá atrincherado en la mole de piedra, adaptándose, quieras que no, a vivir y a sobrevivir en aquel sitio, en espera del retorno de su esposo, al modo en que lo hacen todos los seres humanos puestos antes situaciones extremas, pero cumpliendo férreamente con su obligación de encender las linternas cuando debía hacerlo. Véase en este ejemplo de qué manera se produce, con las naturales gradaciones no sujetas a meros determinismos, la interacción aludida entre el ambiente y la cultura. La teoría que postula Steward es análoga a la que realizarán otros autores, como Alfred Kroeber, entre la cultura de la realidad y la de los valores.
Isidro Más de Ayala, al relatar su llegada al faro de Cabo Polonio en 1959, señala "que el farero lleva cuarenta años de trabajo. Que pasa años sin ir al pueblo. Cuando va, se aburre y vuelve al faro (...) el invierno lo pasa en compañía de su perro, que ahora está a sus pies".
Menchu Gutiérrez, escritora española contemporánea, casada con un farero, vivió más de veinte años en un faro, y relata que éste se parece "A un ser vivo. Cada vez que subía la escalera de caracol que lleva a la torre tenía esa extraña y secreta sensación de que caminaba por el interior de un animal, cada peldaño se correspondía con una vértebra. Y en lo alto de la torre, la luz, que es como un gran ojo". Es que los faros atraen porque invitan, aun cuando sea de lejos y a hurtadillas, a adentrarse en una dimensión que se adivina extraña, habitada por sensaciones siempre extremas: la soledad, el silencio o el ruido (de la tormenta, de los pájaros, de la lluvia y de las olas) suelen ser, en efecto, extremos, tanto como las vivencias de los hombres y las mujeres que los habitan. Se saben, además, en peligro: lo que ocurrió en La Paloma se ha repetido muchas veces en otras partes del mundo. La propia Menchu Gutiérrez relata la historia de un ingeniero británico del siglo XIX que construyó un faro de roca al pie de las aguas; el océano se lo llevó una vez, dos veces; el ingeniero, empecinado, construyó un tercero, mucho más fuerte, y en un acto de desafío bastante demencial, se mudó allí con toda su familia. El mar volvió a arrasarlo, seguramente con el placer, un tanto similar al de la ballena Moby Dick en su lucha con el capitán Ahab, de cobrarse por fin a su principal rival, la presa más codiciada.
Dura tarea, y dura vida la de los habitantes de esas regiones pétreas, mudas y desoladas. Armonía en parte impuesta, y en parte elegida o aceptada, entre el medio y el hombre. La inevitable y paradójica belleza de su entorno, no obstante, ha de obrar sobre sus almas a la manera en que, según un amigo (que eligió pasar los inviernos solo, al borde del mar, con el ruido de las olas por toda compañía), sólo sabe hacerlo la geografía. Él me relató que, cuando la angustia se apoderaba de su espíritu, salía a caminar sin rumbo. "La naturaleza te doma": ésas son sus palabras, tan concisas como sabias.
BIBLIOGRAFÍA:
Gutiérrez, Menchu. El faro por dentro. 2011, Ed. Siruela, España.
Steward, J. 1939. Changes in Shoshonean Indian Culture. The Scientific. Nº 49:524-537.
- 1955. Theory of Culture Change. Ed. Urbana. University of Illinois Press.
Hatch, Elvin. 1945. Teorías del hombre y de la cultura. Ed. Prolam. Bs. As.
Moreno, Mabel. Cabo Polonio: vidas sin tregua entre el cielo y el mar. 2010, Banda Oriental.
Vaz Ferreira, R. y Blanco, J. Observaciones sobre la Isla de Lobos. 1950. Anales de Facultad de Humanidades y Ciencias. Año IV, Nº 5. Montevideo.
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias