LOS ORÍGENES DE LA TIERRA PURPÚREA: ENTRE LA FÁBULA Y LA REBELDÍA (Tercera parte)
Marcia Collazo
14.02.2014
Tampoco valdría la pena escribir, si no se tratara de una forma de dar vida a la vida, de un ejercicio, aunque mínimo, de la eternidad; pues de gestos diminutos, como granos de arena en una playa o lejanos destellos en el cielo nocturno, se componen las constelaciones de la vida y el pensamiento.
Una tierra dormida
“No valdría la pena ser historiador, si no fuera una manera de comprender el mundo”.
W. Dilthey
Y para hablar de nuestro país, de esta Tierra Purpúrea de la que tan escasamente solemos preocuparnos nosotros sus hijos (herederos, hacedores y protagonistas, y también legatarios de ella), deberíamos remontarnos a los primeros viajes de europeos al Río de la Plata. Fueron ellos los que comenzaron la exploración de nuestra geografía para darla a conocer en el Viejo Mundo y, de paso, forjaron en esa empresa el delirio de sus propias utopías. Pero como esta es una de las más aburridas facetas de nuestra historia (buena, en todo caso, para hacer dormir a los niños y a los pobres alumnos que nos toquen en suerte) creo necesario vislumbrarla desde la Historia de las Ideas, que intenta explorar no los hechos puros y desnudos, sino la idea humana que los concibe, los acuna y los convierte en realidades; para ello me remontaré al filósofo alemán Wilhelm Dilthey, para quien la historia era un territorio lindante con la magia y, a la vez, pasible de ser apresado de manera analítica, precisa, casi científica, por el espíritu humano.
En la primera mitad del siglo XVIII, mientras ciudades como México y Lima alcanzaban una fama y un esplendor propios de los relatos mitológicos (se decía que allí el oro y la plata, las esmeraldas y el jade estaban por todas partes, al alcance de la mano, como frutos que pendieran de un árbol); mientras las cortes mexicanas y limeñas hacían alarde de riquezas, de lujos jamás soñados en Europa y de ejércitos de servidores indios, complacientes, bien adiestrados y eternamente renovables, otras regiones de América yacían en la “oscuridad”. Ése era nuestro caso; el caso de la Tierra Purpúrea, que aún no tenía ese nombre ni otro alguno conocido en Europa; que no se lamentaba de su suerte ni sufría de depresión alguna, sino que transcurría su apacible existencia en la plácida arborescencia de sus montes nativos, en la profusión de su fauna autóctona y en el ir y venir de sus huestes indígenas, de variada procedencia étnica, en la que no se destacaban, por cierto, los charrúas, sino los guenoas, minuanes, boanes y, por supuesto, los sempiternos guaraníes. En efecto: nuestro territorio permanecía postergado, francamente desdeñado, por hallarse demasiado lejos de las cortes esplendorosas y de las rancias oligarquías criollas de los primeros virreinatos, y sobre todo, por ser considerado (cuando alguien se acordaba de mencionarlo) tierra de ningún provecho. Nunca había sido hollado por planta europea, porque no corría sobre él ninguna leyenda áurea o argéntea que ameritara (salvo el nombre de su río, cuyo origen veremos) los esfuerzos ciclópeos y los cuantiosos gastos de un viaje de exploración. Y sin embargo, si para el español nuestra tierra no contaba, para el lusitano ya guardaba una importancia estratégica que fue advertida desde el instante en que comenzaron a trazarse los primeros mapas que daban cuenta de nuestro privilegiado contorno espacial.
La gran estafa
Todo comenzó cuando los españoles descubrieron que las Indias no eran las Indias o el Cipango, verdadero norte y guía de sus desvelos, emporio de las codiciadas especias, reino del gran Kahn, cubierto de oro y plata y de perlas gruesas como puños. Por otra parte, los ríos y las montañas de oro puro que pensaban hallar los conquistadores en las tierras “descubiertas” por Cristóbal Colón no eran tales: explotados hasta sus últimas posibilidades los tesoros de aztecas y de incas, poco quedaba para calmar la ambición de miles y miles de soldados que seguían soñando, a porfía, con el fabuloso mito de El Dorado. Y para colmo, como ya se dijo, ni siquiera habían llegado a las Indias, sino a un continente que ahora se levantaba como un inmenso obstáculo hacia esa otra tierra prometida. Habían sido estafados, en suma, ya por la geografía, ya por los cartógrafos y navegantes de turno. De manera que se aplicaron a la tarea de encontrar un paso, un canal interoceánico que permitiera la salida hacia el Cipango.
El largo y azaroso proceso que llevó al descubrimiento y conquista del Río de la Plata y que desembocará, un día, en la fundación de una fortaleza en la Banda Oriental de dicho río (lo que derivará, a su vez, en el nacimiento de nuestra pequeña república), comenzó con aquel objetivo de encontrar un paso hacia el otro mundo (que no era precisamente el de la muerte, sino el del oro, el poder y la felicidad sumas).
No otra cosa motivó la totalidad de los viajes que se realizaron en el siglo XVIII hacia nuestro estuario, ésos que todos estudiamos de niños y cuya lectura nos causó, por lo general, indecible tedio y muy escaso interés: el de Juan Díaz de Solís (el mismo que habría sido devorado por los indios, delante de los ojos espantados de sus compañeros, que contemplaron el festín desde las naves), el portugués Juan de Lisboa (quien salió en viaje secreto al Plata y después publicó los pormenores de dicho viaje en un boletín difundido en las ferias que organizaban los banqueros Fugger, con el nombre de “Nuevas noticias de las tierras del Brasil”), el florentino Américo Vespucio (quien, en cartas y publicaciones a importantes personajes de la época se atribuye a sí mismo un papel preponderante en el descubrimiento del Nuevo Mundo, hasta el punto de salirse con la suya, al menos en lo que al nombre se refiere), el noble portugués Hernando de Magallanes (que, al servicio de España, fue el descubridor del anhelado pasaje interoceánico y vino a morir poco después a manos de los indígenas, en la isla filipina de Mactán, después de mil terribles peripecias), el italiano Gaboto o Caboto (gran intrigante, que afirmó falsamente haber hallado el camino a la especiería, así como divulgó el secreto del viaje de Magallanes en las cortes de Inglaterra y de Venecia), el noble español Pedro de Mendoza (sifilítico, que vino a América por el solo motivo de hallar el árbol milagroso llamado, precisamente, Syphilo, que curaría su enfermedad, y al cual buscó en vano mientras, de paso, fundaba Buenos Aires), y tantos otros cuya enumeración ya resultaría, más que tediosa, insoportable.
La infinita catástrofe
Después de sopesar someramente la retahíla de viajes al Río de la Plata, y ante el resultado irónico de que el bendito canal, aun cuando existía, de nada servía (por su ubicación tan lejanísima, en una tierra plagada de escollos marítimos), el lector podrá estar de acuerdo con el escritor Italo Calvino, para quien “toda historia es una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible”; queda pendiente, sin embargo, la pregunta que a todos, en algún momento, nos asalta: ¿qué fue lo que motivó a estos hombres (y mujeres, que las hubo y de las que daremos cuenta oportunamente) a emprender esos viajes oceánicos plagados de peligros, o en el mejor de los casos, de incertidumbres angustiosas, condimentadas además con los ya famosos relatos que circulaban entre los navegantes, relativos a monstruos de tres piernas y un solo ojo, caídas hacia el abismo una vez llegados al fin del mundo, indígenas caníbales, horrendas hambrunas, enfermedades, rebeliones y castigos terribles durante las travesías?
Para explorar (no ya para responder) semejante pregunta, vuelvo a Dilthey y a su concepto de vivencia. Siendo Dilthey uno de los principales filósofos hermenéuticos, ubica a la historia dentro de lo que denomina Ciencias del Espíritu, y manifiesta que el instrumento para su conocimiento es la comprensión, a la cual accedemos por medio de la interpretación. Ahora bien, la vivencia es para Dilthey algo así como el átomo a la materia; la vida se compone de ellas (el viaje de Solís es una multiplicidad de vivencias; su muerte ceremonial a manos de los indígenas, mientras sus compañeros miraban, es otra, lo mismo que lo es la muerte de Magallanes y el regreso a España de Sebastián Elcano con un puñado de sobrevivientes). La vivencia es la experiencia humana, plena y no mutilada; la realidad completa del ser humano, compuesta no solamente de hechos descarnados, sino también de modos de interpretar el mundo; y se compone, además, de todas las otras vivencias, propias y ajenas, a las que accede mediante la comprensión. La vivencia trasciende vidas individuales y se articula en cadenas de experiencias (constituidas a su vez de actos, sueños, utopías, relatos, narraciones, preguntas, aserciones, pensamientos y acciones, y nuevos actos y hechos elaborados a partir de los anteriores). Y, dado que la historia relata, o intenta relatar, la realidad, entonces la vivencia, la interpretación y la historia se tocan en algún punto.
Para la hermenéutica la historia no es sólo ver: es pensar lo visto, y es pensar lo pensado. Y pensar es siempre, en uno u otro sentido, construcción y reconstrucción. De modo que conocer la historia es ejercer un acto de comprensión, en el sentido no de entender, o de explicar (ya que la historia no se puede analizar como un objeto físico o matemático), sino de develar la vida humana a través de la experiencia-vivencia. Y tal develamiento se obtiene por medio de las manifestaciones duraderas y permanentes de la vida: desde las cartas de navegación, crónicas de viajeros, juicios de época, libros prohibidos, cartas y decretos reales, hasta los más íntimos sueños y deseos del ser humano, que son los que, en definitiva, desenvuelven el fino hilo que hace la trama del acontecer histórico. Entre el intérprete y el actor (por ejemplo, entre Magallanes y nosotros, entre un Pedro de Mendoza gravemente enfermo de sífilis y nosotros), hay una base de naturaleza humana fermental y universal que hace posible la comunicación a través del tiempo y el espacio, en el habla y en la comprensión. Walt Whitman dice, en su poema “Con el reflujo del océano de la vida”: “Mientras recorro las playas que no conozco, mientras escucho la endecha de los hombres y las mujeres náufragos… yo no soy sino un insignificante madero abandonado por la resaca”. Algo de eso hemos sentido todos, en algún momento de nuestra existencia; y más aún lo habrán sentido aquellos seres que, como en el poema citado, estaban totalmente abandonados a sí mismos, sin más norte y guía que su arrojo, su esperanza, su ambición y su propia versión de Dios.
Es que, en el fondo, el valor que aquellos hombres y mujeres sacaron de algún sitio, para lanzarse a las aventuras de los viajes de navegación que hoy nos resultan dantescos y casi incomprensibles, puede resumirse en una sola palabra, que acaso pueda parecer sorprendente, y que sin embargo, no lo es: esa palabra es rebeldía. Porque, como bien dice Oscar Wilde, “a los ojos de todo aquel que haya leído algo de historia, la rebeldía es la virtud original del hombre”. Sería bueno recordarlo. Siempre.
Bibliografía:
Dilthey, W. (1962) Introducción a las Ciencias del Espíritu. Versión de Julián Marías. Prólogo de J. Ortega y Gasset. Madrid.
Gabilondo, A. (1988) Dilthey: vida, expresión e historia. Ed. Cincel. Colombia.
Morales Padrón, F. (1974) Los conquistadores de América. Madrid.
Parry, H. (1952) América y la expansión del mundo.
Rubio, J. (1942) Exploración y conquista del Río de la Plata. Salvat.
Zapata Gollan, A. (1963) Mito y superstición en la conquista de América. Buenos Aires.
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias