De náufragos y abandonados

Marcia Collazo

28.02.2014

En busca de la nueva Ítaca A lo largo del tiempo, y mientras los viajes de exploración al Río de la Plata se iban sucediendo, muchos fueron los que, debido a su condición de náufragos, abandonados por los suyos o extraviados en las incursiones tierra adentro, se vieron librados a su suerte en la nueva tierra americana, casi nunca por elección y sí por los avatares de su propio infortunio.

Náufragos los hubo en todo tiempo y en todo lugar, y los de América no son una excepción; y así como Odiseo, abandonado por los dioses, debió peregrinar largamente por mundos extraños, hasta hallar el camino a Ítaca, así estos hombres, especie de Robinson Crusoe de la época, hubieron de adaptarse a la adversidad de su nuevo destino o perecer. Aquellos que lograron lo primero, jugaron un papel no menor en las sagas de la conquista y colonización del territorio de América del Sur, y sus historias son por lo menos dignas de pasar a integrar la leyenda. En primer lugar, eran buscados y requeridos por todos los europeos que venían a nuestras costas, por su dominio de múltiples idiomas y dialectos (empezando por el español, o el italiano, el inglés o el francés), y por su familiaridad con el elemento humano aborigen. Pero ellos, frecuentemente, a la hora de tomar partido, eligieron defender y jugar su destino junto a sus hijos y mujeres indígenas, con ese pleno conocimiento de causa que sólo da el haber nacido en un Viejo Mundo preñado de ambición, codicia, individualismo mesiánico y casi desquiciada intolerancia.

Germán Arciniegas, en su Biografía del Caribe, nos relata que a orillas de la isla de Jamaica vivían muchos náufragos, la mayor parte de ellos, niños de trece o catorce años. Eran los sobrevivientes de la última aventura de Cristóbal Colón. Vivían en dos navíos podridos, abrumados, todos fechos agujeros , que habían transformado en míseras casuchas. Son las víctimas inocentes del último delirio del descubridor genovés quien, después de haber hallado tierra firme, fue el primero en intentar dar con el estrecho que debía llevarlos a las verdaderas Indias.

Dice Arciniegas que, en su primer viaje, Colón partió con los más arriesgados y experimentados marinos; en el segundo, con gente de pro (suponemos que se trataba de aventureros determinados a poblar la nueva tierra, a llevar el mensaje de la fe y a plantar la bandera de Castilla de manera fructífera y, en lo posible, pacífica, entre los primitivos habitantes del continente). En el tercer viaje, marchó con asesinos; en el cuarto, con niños, entre ellos Fernando, el propio hijo del Almirante.

Es cierto que Colón, aun llevado de su santa locura (por algo uno de sus libros de cabecera sería, precisamente, el Elogio de la Locura, de Erasmo de Rotterdam), logra retornar a España, pero algunos otros no. Éstos, auténticos náufragos, auténticos abandonados, dejarán en América la primera simiente mestiza, que no habitará palacios ni moradas a la usanza española, sino bohíos indígenas perdidos entre vegetación exuberante, se alimentará de maíz, cazabe y chicha, y vivirá y soñará por y para el universo americano.


De traiciones y alertas
El escritor mexicano Carlos Fuentes nos da un magnífico ejemplo de ello al narrar el encuentro de Hernán Cortés con Jerónimo de Aguilar, aquel sevillano que, llegado a América con las tropas de Juan de Valdivia, fue hecho prisionero por los mayas de Yucatán en 1511, y se vio obligado más tarde a servir de intérprete al conquistador de Tenochtitlán. Dice Jerónimo de Aguilar, por conducto de Carlos Fuentes: Traduje a mi antojo. No le comuniqué al príncipe vencido lo que Cortés realmente le dijo Traduje, traicioné, inventé , y más adelante, agrega: Y Cortés proclamó en español que venían en paz, como hermanos, mientras yo traducía al maya, pero también al idioma de las sombras: -¡Miente! Viene a conquistarnos, defiéndanse, no le crean (Los Cinco Soles de México, 2000:65).

Es que Aguilar, como tantos otros, había construido sus propios lazos de sangre entre los indios, nuevos hermanos y compañeros de vida, entre quienes halló mujer y sembró hijos; y había probado, además, en carne propia, la índole intrigante, violenta y codiciosa de sus congéneres primeros, los españoles, de manera que, si debía elegir, era casi seguro que tomaría partido por los que ahora eran los suyos . Todo empezó, como no podía ser de otra manera, con un naufragio: el barco en que venía Aguilar se vino a pique el 15 de agosto de 1511 frente a las costas de Jamaica, a raíz de una violenta tormenta caribeña. Sólo unos 20 (18 hombres y 2 mujeres) lograron trepar a un bote, pero fueron arrastrados por las corrientes, y apenas 8 pudieron arribar a la playa de Yucatán. Años más tarde, Aguilar (único sobreviviente a esas alturas, junto con Gonzalo Guerrero que prefirió esconderse con su familia indígena y no darse a conocer a los españoles) contará esta historia a Cortés.


Historia de una semilla
El Río de la Plata tuvo también sus náufragos. Ya en el viaje de Juan Díaz de Solís (1516) quedó en tierra, perdido de los suyos, el grumete Francisco del Puerto. Había partido en una expedición a tierra, a la altura de la actual Nueva Palmira, y la partida sufrió una emboscada de indios guaraníes, quienes atacaron, descuartizaron y devoraron a casi todos los hombres, haciendo tan eficiente uso de sus arcos y flechas que contra éstas nada pudo la pesada y lenta artillería. Del Puerto se salvó, seguramente por su extrema juventud, que lo hacía un enemigo despreciable y bisoño (debe recordarse que los guaraníes practicaban una especie de antropofagia ritual dirigida a devorar a los principales jefes enemigos, que eran dignos de ser comidos en la medida de su alcurnia, valentía, liderazgo y don de mando).

Francisco del Puerto vivió entre los guaraníes más de diez años, y fue rescatado en 1527 por la expedición de Sebastián Gaboto, a quien habló de las fabulosas riquezas que existirían en la llamada Sierra de Plata. Pareció haberse integrado de nuevo a los suyos con la mayor naturalidad, y sin embargo, algo habría germinado en su espíritu durante el largo tiempo que pasó con entre indios. El niño cedió paso a un hombre que, cada día, tendría menos recuerdos de su vida pasada, y más motivos para cimentar su historia personal sobre la tierra indómita que acunó sus primeras pasiones, amores y desvelos. Un día, a orillas del río Pilcomayo, mientras servía de intérprete a la gente de Gaboto durante un banquete en el que se hallaban presentes varios jefes guaraníes, tramó una conspiración contra los españoles y, con ayuda de los indios, les ocasionó muchas bajas.

Luego huyó con los suyos ; por el camino se despojó seguramente de esas ropas europeas que ya le molestarían como un disfraz ridículo, y emprendió su último viaje: el de la tierra, el de la sangre, el del misterio. Nunca más se supo de él, salvo por la vaga referencia que hace Alvar Núñez Cabeza de Vaca, durante su viaje por tierra hacia Asunción del Paraguay, de un misterioso hombre blanco que dijo llamarse Francisco . Francisco del Puerto no fue, en todo caso, un traidor; ya no tenía causa, compromiso ni deberes entre los conquistadores; seguramente no tenía tampoco raíces: las habría echado allí, entre el río de los pájaros pintados, los molles y el arazá, el ñandubay y el ibirapitá, la pradera y la selva, que saben guardar bien sus secretos. Era un ser de dos mundos, en el cual la mitad americana tiraba mucho más que la mitad europea, no ya de identidad criolla, como algunos han querido verlo, sino más bien de identidad indígena, por haberse nutrido en sus leyendas y mitos originarios, en sus reglas de vida y de muerte, en sus costumbres y maneras de transcurrir y amar, de recordar y de permanecer.

Más allá de las diversas visiones que han querido plasmarse sobre Francisco del Puerto (desde miradas basadas en el eurocentrismo hasta la reivindicación americanista), hay una realidad que no por indocumentada o incomprensible deja de ser contundente: él se transformó en uno más de los ignorados, los vencidos, los despreciados por la historia oficial, los innominados de la genealogía de estas tierras. Hoy una calle de Montevideo (ciudad que es también mestiza, en el sentido cultural e integral del término, por más que se porfíe en destacar sus vínculos con el Viejo Mundo) lleva su nombre.


Bibliografía:
Arciniegas, Germán (1966) Biografía del Caribe. Sudamericana. Barcelona.
Bracco, Diego (2004) Charrúas, guenoas y guaraníes. Interacción y destrucción: indígenas en el Río de la Plata. Linardi y Risso. Montevideo.
Fernández de Navarrete, M. (1829) Colección de viajes y descubrimientos. Madrid.
Fernández de Oviedo, G. (1853) Historia general y natural de Indias. Madrid.
Fuentes, Carlos (2000) Los cinco soles de México. Seix Barral. Bs. As.
Grillo, Rosa M. (2007) Francisco del Puerto, Aguilar y Guerrero, tres náufragos entre la palabra y el silencio, América sin nombre: boletín de la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante "Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX hispanoamericano".
Núñez Cabeza de Vaca, Alvar (1922) Naufragios y relación de la jornada que hizo a la Florida. Lisboa, 1605.
Von Humboldt, B. (1926) Colón y el descubrimiento de América. Biblioteca Clásica. Madrid.

 

 

Marcia Collazo
2014-02-28T10:29:00

Marcia Collazo

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