Los cronistas: vida, pasión y sueño

Marcia Collazo

06.03.2014

Un alemán en el Río de la Plata. La aventura o la saga de los viajes al Río de la Plata nos es conocida en buena medida gracias a la inspiración de un simple soldado, no tan inculto e ingenuo como ha querido mostrársele, llamado Ulrico Schmidl (o Schmidel), cuyas memorias tituladas Viaje al Río de la Plata, llenas de errores, en parte propios y en parte debidos a las sucesivas traducciones y glosas, han llegado a nuestros días.

En el año 1903 salió a luz en Buenos Aires la traducción (realizada del alemán al español y editada por Cabaut y Cia), de Samuel Lafone Quevedo, con notas bibliográficas y biográficas de Bartolomé Mitre; obra que podría considerarse el punto culminante de una larga secuencia de rastreos bibliográficos y de investigaciones minuciosas sobre el texto auténtico, en una exégesis digna de los estudiosos griegos y romanos que revivieron los primigenios manuscritos homéricos.

Sin la imaginación, las aficiones literarias y la determinación verdaderamente heroica de cronistas como Ulrico Schimdl, poco habría podido sobrevivir de las expediciones de conquista, como no fuera un puñado de documentos y cartas de época, despojados por lo común de la esencial carnadura humana de lo vivido y padecido, soñado y temido, observado e interpretado. De todo ello se compone, en definitiva, la verdad de ese mundo al que hemos denominado historia, que pertenece a los anales de las ciencias sociales, las que hunden sus raíces en la doxa aristotélica, compuesta por opiniones e interpretaciones, más que por certezas o evidencias que, en todo caso, suelen ser imposibles de obtener en materia de vida y decurso de la humanidad.

¿Qué puede haber llevado a hombres como Ulrico Schmidl a echar mano de la pluma, la carbonilla y el papel, en medio de los avatares de una empresa que siempre asomaba un lado oscuro, junto a un lado luminoso, o una sombra de amenaza junto a una arista esperanzadora? Téngase en cuenta que no se trata, en todo caso, de un fenómeno común: de las grandes expediciones y conquistas de gente como Julio César, Alejandro Magno, Napoleón y tantos otros (ni siquiera de un Hitler invadiendo Polonia y la URSS) nos ha quedado testimonio alguno como el de estos animosos cronistas de las Indias, verdaderos y heroicos antecesores de una generación de periodistas de guerras o de encrucijadas políticas, que sólo aparecerá y se extenderá a mediados del siglo XX. Es que junto a los testimonios de capitanes como Hernán Cortés o el mismo Mendoza, existieron siempre (afortunadamente) estas auténticas voces inspiradas, estos asomos o francas manifestaciones de talento literario puro y duro, que infundieron un hálito de color y de vida, de sufrimiento y de pasión a las sagas de la conquista y la colonización de América.

Mirándolos vivir

Entre otras consideraciones no menores, estos cronistas describieron a los propios capitanes caudillos, así como a sus lugartenientes; los vieron actuar y dudar, desesperarse y encolerizarse, medir el tiempo transcurrido en pos de sus quimeras por el encanecimiento de sus cabezas y la erosión de sus ilusiones, a la par que pudieron contemplar, dejando testimonio de primera mano, las vacilaciones y angustias de los reyes indígenas y sus acólitos, que veían destruirse ante sus ojos todo el cúmulo de su cultura y de sus dioses. Y como si todo ello fuera poco, estos cronistas tuvieron la ventaja (que no podían permitirse los comprometidos capitanes militares, en parte por sus limitaciones culturales y en parte por sus compromisos políticos) de explayarse en la más absoluta libertad respecto a sus propias opiniones y juicios. No esperaban que un día sus obras se convirtieran en best sellers (y si lo esperaban, imaginarían que cuando ello ocurriera, ya estarían a salvo de posibles represalias). Se limitaban a guardar sus manuscritos en morrales de cuero o de lona, junto a un trozo de galleta mohosa, un par de calcetines de lana burda, algún frasco de tónico o elixir de los que, allá en España, prometían defensa contra todo mal o espíritu, algún devocionario, un plato de estaño y poca cosa más, fuera de las armas propias y el infaltable puñal para todo uso. Y cuando sacaban sus cuartillas y empuñaban la pluma, a veces sobre un madero, a veces sobre sus propias rodillas, a nadie le extrañaría ni le importaría demasiado el hecho que, en el mejor de los casos, juzgarían inofensivo o extravagante (la mayor parte de los hombres que componían las huestes conquistadoras no sabían leer, y mucho menos conocían el alemán, idioma en el que escribía Ulrico).

Se trata de una crónica digna de uno de esos laberínticos cuentos de Borges, en los que el mundo onírico se cuela de manera abrumadora en la monótona y previsible realidad. Obra rarísima la de Schmidl, al punto de que los más reconocidos estudiosos aseguraban no haberla visto nunca, llegando a dudar de su existencia.

Entre el malón y la Virgen

Ulrico Schimdl relata la llegada al Río de la Plata y el arribo a lo que será la ciudad de Buenos Aires, en enero de 1536. Pedro de Mendoza, ya gravemente enfermo de la sífilis que lo aquejaba, fundará en febrero, en la Boca del Riachuelo, funda una fortaleza a la que llamó Nuestra Señora del Buen Aire, inspirándose en la imagen largamente venerada por los españoles como patrona de los navegantes, cuyos orígenes se remontan a principios del siglo XIV en Cagliari, Italia. Hasta allí habían llegado los catalanes (un siglo antes, en 1218, al mando del caballero catalán Pedro Nolasco) en el marco de las guerras santas, para librar de manos de los sarracenos a cautivos cristianos. Tiempo después, el 25 de marzo de 1370, una nave catalana se vio sorprendida por una feroz tormenta durante la cual debieron echar al mar todo su lastre o carga, para aligerar al barco. Una caja se mantuvo a flote y los guió hacia tierra firme. Dentro de esa caja, abierta en el convento de la Orden de la Merced, se encontraba una imagen de Nuestra Señora de la Candelaria o Nuestra Señora de Bonaira, que por deformación pasó a llamarse del Buen Aire, y se convirtió (de la mano de esas leyendas que corrían entre mástiles, cordajes, puertos siempre efímeros en el horizonte del mar o de la tierra, y tabernas penumbrosas en las que danzaban por igual el vino, la ginebra, las generosas mujeres y los sueños de una vida mejor), en la nueva conductora espiritual de los marinos. Señora y abogada, protectora y símbolo visceral de lo femenino, con todo lo que lo femenino encierra y ha encerrado siempre para la humanidad (la redondez del útero cobijador, la dulzura del refugio relacionado con la maternidad y con el goce carnal, con la simiente y con la perpetuación de la vida, con el cuidado, el ritual del amor bajo todas sus formas, el recuerdo que permanece incólume en algún sitio seguro, mientras los hombres se echan a rodar por esos mundos oceánicos inciertos y en todo caso terribles), la imagen y el símbolo se extendieron rápidamente por los laberintos de la imaginación y de la franja cultural mediterránea. Dos siglos más tarde, el español Pedro de Mendoza invocará, a su vez, a esta patrona (¡y cuánto la habrá invocado antes y después, durante los azarosos vaivenes de esa enfermedad implacable, relacionada precisamente con los lazos secretos del amor, de la vida y de la muerte!) para erigirla en imagen y topónimo principal de la región tan recientemente conquistada.

Al final, el desastre

Pero no todo había de ser prometedoras esperanzas en la flamante Buenos Aires. De un lado estaban los indios, cuyo valor, belicosidad y astucia habrían de ser prontamente conocidos por los españoles; del otro, estaba la simple y desnuda naturaleza, celosa custodia de sus fueros, que se encargó por sí misma de cercar a ese puñado de hombres, más asustados que determinados, en los lazos de una nueva aventura, la del hambre y la muerte , como acertada y trágicamente apuntará Ulrico Schmidl en su diario. Es que le tocó vivir no solamente la escasez casi absoluta de todo alimento, sino además actos que él mismo reputó como injustos, crueles y desmedidos: meses atrás, en Río de Janeiro, Mendoza ordenó dar muerte a su segundo Juan de Osorio, ultimado de cuatro puñaladas y expuesto después en la plaza por traidor. Al respecto anota Schimdl que Mendoza procedió sin motivo justo, ya que Osorio era bueno, íntegro, fuerte soldado, oficioso, liberal y muy querido de sus compañeros . Y más tarde, ya en Buenos Aires, le tocará estar en la batalla de Matanza, en la que muere el hermano del Adelantado Pedro de Mendoza, así como sufrir el asedio de los indios querandíes que llegaron a incendiar sus viviendas y naves (a esa altura, de los 2.500 hombres salidos de España, quedaban solamente 560). Puede decirse que los españoles fueron literalmente corridos de Buenos Aires por los indios y el hambre. Los pocos que quedaron en las maltrechas y precarias fortificaciones, resistieron sólo hasta 1542. Ulrico partió antes: en el verano de 1537 remontó el río Paraná junto con el Capitán Ayolas, sucesor de Mendoza (que morirá en pleno viaje a España, devorado por su enfermedad, el 23 de junio de ese año).
De Ulrico Schmidl y sus aventuras nos seguiremos ocupando en próximos capítulos.

Vaya, por ahora, la reflexión final que cerrará estas páginas: trágico destino el de estos expedicionarios, que se vieron atacados de la fiebre del oro (última y verdadera razón que movía a la mayor parte de ellos), en lo que Germán Arciniegas denomina fantasma huidizo , en referencia al mito del Dorado, que no era en el fondo otra cosa que una hábil invención de los indios, propagada de llanura a llanura y de pico a pico de los Andes, por quienes ya habían advertido, no sin estupor y asco, la avidez casi enfermiza de esos barbudos pálidos por el metal amarillo. Es que en lugar del oro, por lo general los españoles se toparán con selvas y desiertos, valles calcinantes, alturas heladas, chozas de barro y paja, mantas y hamacas de algodón, rostros hieráticos que nada dicen, que nada dejan traslucir, como no sea la eterna insinuación, a esas alturas lindante con lo diabólico, de una figura quimérica, cubierta de polvo de oro, rodeada de fabulosas cantidades de oro, que siempre estará más allá.

Bibliografía:

Schmidl, Ulrico (1903). Viaje al Río de la Plata, 1534-1554. Notas bibliográficas y biográficas por Bartolomé Mitre. Prólogo, traducción y anotaciones por Samuel A. Lafone Quevedo.. Buenos Aires: Cabaut y Cía. Editores.
Arciniegas, Germán (1943) Los alemanes en la conquista de América. Buenos Aires.
Van Heuvel, J. (1844) El Dorado. Nueva York.
Rubio, Juan María (1942) Exploración y conquista del Río de la Plata. Siglos XVI y XVII. Barcelona.

(*)(*) Historiadora, Escritora, Docente, premiada con el Bartolomé Hidalgo, Revelación por su novela Amores cimarrones: las mujeres de Artigas. Uruguay.

Marcia Collazo
2014-03-06T12:15:00

Marcia Collazo

UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias