En búsqueda de nuestra identidad I. Piratas y corsarios en la Banda Oriental o los comienzos de una paradoja histórica

Marcia Collazo

09.05.2014

Innumerables son las leyendas que hablan de piratas y de tesoros escondidos en las costas del Uruguay, especialmente en Rocha. Pero es poco lo que se sabe sobre el verdadero peso de su papel en el desarrollo de nuestra conformación histórica, así como en los vaivenes de la construcción de la compleja construcción de nuestra identidad como orientales.

Quienes dan el color local en el siglo XVII
son los bucaneros y filibusteros .
Germán Arciniegas. Biografía del Caribe
Corsarios en el Río de la Plata


A la ya conocida expresión de la garra charrúa (con todo lo que dicha expresión tiene de paradójico, aspecto éste que ameritaría un desarrollo mucho más extenso en otro sitio), habría que sumar la garra de la piratería y del comercio clandestino , que comenzó en lejanos tiempos, tan lejanos como para dejar tendido un manto de misterio sobre esa geografía de la Banda Oriental del Río de la Plata que pasaba ante los ojos de los navegantes como un sueño liviano, de los que no ofrecían demasiado interés.

Si alguien tendió alguna vez su mirada sobre nuestras costas, lo hizo únicamente en pos de la mítica región de El Dorado, que se escondía en algún lugar ignoto, de luces áureas y promesas fulgentes. La Banda Oriental no significó para los navegantes y exploradores ningún mito fabuloso, ninguna magia de tesoros prometidos, y no atrajo por tanto gestas conquistadoras. No hubo en ella un Cortés o un Pizarro que la dieran a conocer a la cristiandad europea.

Pero se convirtió, en cambio, en una tierra privilegiada de paso y estrategia para aquellos a quienes les interesaba especialmente pasar desapercibidos, y así habría de ser durante largo tiempo. Una especie de cuartel general de piratas, corsarios o filibusteros franceses, ingleses y holandeses en su mayor parte (nacionalidades que, en el fondo, poco contaban para ellos, ya que si  algo caracterizó desde siempre a esta especie humana fue la bandera de la más absoluta libertad).


Entre mapas cifrados, timbós y coronillas
Así, con sus rostros sin duda marcados por esa cierta ferocidad que una vida de peligro y aventura suele imprimir en los hombres, los filibusteros recalaron una y otra vez en nuestras bahías naturales, con sus camisas sucias, sus cabelleras desgreñadas y sus relojes, cuchillos y petacas del más fino oro y de la más pura plata.

Se enseñorearon en la tierra, al amparo de sus soledades generosas en pasturas y aguadas, su leña y la abundante caza que sus montes nativos ofrecían. Ya desde los albores del siglo XVII venían al Río de la Plata para apostarse a su entrada, en las proximidades del Cabo Santa María o de Punta del Este, donde unas décadas después aguardaban la venida de los grandes cargueros españoles (o de cualquier otro origen, que también en esto los piratas siempre han sido sumamente cosmopolitas) que salían del puerto de Buenos Aires repletos de mercaderías. Por algo, antes de que se pensara o se soñara en poblar Montevideo (y en aprovechar las bondades de su magnífico puerto), a Buenos Aires se le llamaba la rienda, el freno y la llave de la gobernación .

Pero, como bien advirtió Hernando Arias de Saavedra (alias Hernandarias, el nieto de la legendaria doña Mencia Calderón, sobre quien volveremos), la ciudad porteña se encontraba indefensa ante los ataques de la piratería. Estos piratas, más de una vez, viéndose perseguidos o al menos vigilados, optaban por echar pie a tierra y esconder en algún sitio los tesoros que traían consigo. Después, como en las películas, tomaban la latitud y la longitud del lugar (si tenían con qué hacerlo), realizaban un mapa (en lo posible cifrado) y algún dibujo del paisaje, y levaban anclas, no sin antes aprovisionarse de agua, leña y galleta, para lo cual construían el consabido horno de barro y reponían sus desgastadas energías. No siempre podían volver; y si volvían, no siempre daban con el botín sepultado: las mareas, las dunas y la línea de la costa cambiaban, el viento soplaba de modo diferente, la memoria los traicionaba (y los mapas se perdían o se destruían) o sencillamente, alguien se les había adelantado.


Mucho para huirse
Una de las principales razones por las que Hernandarias tomó la resolución de poblar la Banda Oriental fue, precisamente, la piratería. En sus propias palabras: me pareciere convenir dejar poblado allí un pueblo, que entiendo sería de mucha importancia para detener allí a los delincuentes y otros que vienen sin orden y licencia de Vuestra Majestad, porque poniendo los pies aquí, no hay remedio para detenerlos, o a lo menos, tienen mucho para huirse .

Y era verdad: desde entonces hasta hace pocos años, todos aquellos con buenas razones para eludir el brazo de la ley, tuvieron mucho para huirse: enormes praderas agrestes, erizadas aquí y allá de islas de árboles nativos o de cuchillas cuyas suaves ondulaciones cortaban la visibilidad natural del paisaje y ofrecían propicio abrigo y solaz a faeneros, contrabandistas, bandeirantes, piratas, matreros, gauchos orejanos, prófugos de todo pelo y especie, y algo más tarde- revolucionarios que, al grito de libertad, desparramaban la semilla de la sublevación por los escasos y perdidos villorrios de nuestra campaña. Debemos, pues, a la piratería, una de las más importantes razones que esgrimió Hernandarias para justificar ante el rey de España la penetración en un territorio que sería más tarde, avatares históricos mediante, nuestra República Oriental del Uruguay. Quién sabe si no le debemos también una pequeña parte al menos- de ese carácter tan marcadamente autónomo, con algo de altiva humildad y de cerril desapego a la vez, que suele caracterizar al uruguayo.


Bibliografía:
Reyes Abadie, W., Bruschera, O., Melogno, T. (1974) La Banda Oriental: pradera, frontera y puerto. Ediciones de la Banda Oriental. Montevideo.
Barrán, J. (1995) El uruguay indígena y español. Red Académica Uruguaya. UdelaR.
Reyes Abadie, W. - Vázquez Romero, A. Crónica General del Uruguay, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, s.f.

Lynch, John (1962) Administración colonial española. 1782-1810. Ed. Eudeba. Buenos Aires.

Molina, Raúl A. (1948) Hernandarias. El hijo de la Tierra. Ed. Lancestremere. Buenos Aires.

(*) Historiadora, Escritora, Docente, premiada con el Bartolomé Hidalgo, Revelación por su novela Amores cimarrones: las mujeres de Artigas. Uruguay.

 

Marcia Collazo
2014-05-09T15:23:00

Marcia Collazo

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