Corsarios y piratas en el Río de la Plata (segunda parte)
Marcia Collazo
16.05.2014
al vez el personaje más famoso de estos lares haya sido Francis Drake, el llamado Pirata de Hierro por la reina Isabel de Inglaterra. Famoso por sus muchas hazañas bucaneras que lo convirtieron en el mayor dolor de cabeza para España, Drake completó la aureola de su renombre al realizar la segunda circunnavegación del mundo...
''Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra,
que yo tengo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes''.
José de Espronceda
El Pirata de Hierro
Tal vez el personaje más famoso de estos lares haya sido Francis Drake, primo de Sir John Hawkins (también filibustero, pese a su título) y llamado el Pirata de Hierro por la reina Isabel de Inglaterra, quien mimaba a Drake al punto de considerarlo su mano derecha en lo que a asuntos de ataque a navíos españoles se refiere. Famoso por sus muchas hazañas bucaneras que lo convirtieron en el mayor dolor de cabeza para España, Drake completó la aureola de su renombre al realizar la segunda circunnavegación del mundo: salió del puerto de Plymouth, inició la travesía del océano Atlántico (con el objetivo de saquear todas las ciudades ribereñas de América y tomar de paso la mayor cantidad posible de sus naves), y al llegar al Río de la Plata, presumiblemente ya bien forrado merced a sus habilidades, decidió internarse en el estuario para dar un reparador descanso a sus huestes, aprovisionarse de agua fresca y de caza, y solazarse con la tranquilidad del sitio.
Después continuó su viaje, cruzó el estrecho de Magallanes, tras haber perdido todos sus barcos con excepción del Pelican, y regresó a Inglaterra, perseguido por las furiosas reclamaciones del embajador español en Londres, a las que la reina hizo oídos sordos, no sin antes visitar al pirata en una de sus naves (la Golden Hind), el 4 de abril de 1581, para cenar con él y, de paso, armarlo caballero, tal como se merecía.
Entre cenas y rehenes
Apenas un año después de estos sucesos, otro pirata de nombre Edward Fenton se apostó a la entrada del estuario y allí capturó la nave del Fraile Juan de Rivadeneyra, uno de los más importantes gestores de las misiones en el Río de la Plata, quien llevaba el pomposo título de Guardián de la Orden Franciscana en estas regiones. Partió Rivadeneyra rumbo a España, con carta suscrita de puño y letra por Juan de Garay refundador de Buenos Aires-, quien se refería en ella al fraile como custodio de estas provincias y las del Tucumán y como hombre muy bien informado y de crédito, agregando que se haga oídos a sus reclamaciones porque hay en esta tierra necesidad de religiosos para predicar el Evangelio ya que se han quedado sin ningún sacerdote . Y agrega en tono lúgubre: miren Muestras Mercedes si será de tener compasión de nosotros, porque los clérigos que están en la Asunción todos están tan viejos que no están para salir a ninguna parte .
Pues bien: Rivadeneyra carga con la carta, trepa a la nave que lo ha de trasladar ante Su Majestad, y se encuentra a boca de jarro en la salida del estuario, con el pirata Edward Fenton, quien no solamente subió a bordo, sino que cenó además con el susodicho fraile y se deshizo en mil cortesías, lo que no le impidió tomar como rehenes a los dos pilotos de la nave, Juan Pérez y Juan Pinto, para que lo instruyeran en la cartografía marítima de la región. Sin embargo, no debió haber sido muy bien aleccionado, ya que poco después, uno de sus propios barcos, capitaneado por John Drake (sobrino del famoso Francis) encalló y se hundió cerca de Martín García. John Drake fue capturado por los indios y obligado a servirles como esclavo durante varios meses hasta que, fiel a sus orígenes, logró huir en una canoa que lo condujo a la recientemente fundada Buenos Aires, en donde lo encarcelaron y remitieron al tribunal de la Inquisición en Perú.
Entre los centenares de piratas que arribaron a nuestras costas, podríamos mencionar aún a Tomas Cavendish, a quien le tocó el honor, en 1586, de ser el tercer navegante en dar la vuelta al mundo. Ese mismo año, como para no dar la más mínima tregua a los esforzados pobladores y comerciantes españoles, llega al Río de la Plata una flota de tres naves corsarias, comandadas por Cristóbal Listar y Withington, quien cobró un buen botín en sus variadas incursiones contra los buques enemigos.
Timoleón de Osmat, Caballero de La Fontaine, fue un pirata francés que se allegó al estuario rioplatense en 1658, con la intención de tomar la ciudad de Buenos Aires, tal como señala el cronista Pedro Lozano en su Historia de la Conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. Fue repelido por la población en armas, y por el navío español Santa Agueda, en un episodio que le costó no solamente la pérdida de su nave La Marechale, sino además su propia vida.
El bucanero francés Etienne Moreau, protagonizó una de las sagas más interesantes de la piratería al establecer apostaderos en nuestras costas, desde Rocha a Maldonado, a partir de 1717, según señalan las crónicas. Los objetivos de su permanencia en la Banda Oriental eran múltiples: además de ampararse en la soledad de la región, que no había sido colonizada por España, comerciaba con los indios y, a través del trueque, se llevaba grandes cantidades de cueros de vacunos y de otras especies de nuestra fauna, como lobos marinos, nutrias, venados y carpinchos, que vendía a buen precio a los europeos. Al menos en tres oportunidades fue perseguido por orden de Bruno Mauricio de Zabala, gobernador de Buenos Aires: y, de acuerdo al refrán popular, la tercera fue la vencida, ya que resultó derrotado y muerto durante una batalla librada en tierra, el 25 de mayo de 1720.
La olla de oro al final del arcoiris
De éstas y de otras historias similares se alimentó la imaginación popular, y así creció la leyenda de la piratería y de sus míticos botines ocultos. En la fantasía humana (al menos en la de buena parte de la humanidad) siempre ha estado presente el oro, de una u otra forma. En 1875 se hundió frente a las costas de Rocha el barco Arinos o L´Arinos, de bandera brasileña, que traía varios baúles repletos de libras esterlinas de oro, para pagar su salario a las tropas. Al producirse el naufragio, los restos de ese tesoro fueron escondidos, según la leyenda popular que corre aún hoy en boca de los lugareños, entre las hojas de las palmeras. Más de un rochense aseguró, en su tiempo, haber hallado algunas monedas de oro en las inmediaciones.
Uno de los lugareños afirmaba poseer un caldero de fierro llena de estas libras, cuyo emplazamiento cambiaba frecuentemente, enterrándolo en lugares siempre diferentes, al mejor estilo de un bucanero. Más allá de los juegos de la fantasía, a que tales acontecimientos han dado pie, es evidente que algunos de estos tesoros existieron, y de ellos, algunos se descubrieron, al menos parcialmente.
En la ciudad de Carmelo se encontró, en oportunidad de realizar unas reformas en los cimientos de una vieja casa, una olla escondida en un sótano ciego, conteniendo una buena cantidad de antiguas libras esterlinas, cuyo origen se pierde en el misterio. Los doblones de oro del navío Nuestra Señora de la Luz (naufragado en 1752) fueron hallados, hace muchos años, por ciertos pescadores que iban sacando, a lo largo del tiempo, unas pocas monedas que se metían en la boca. Como señala Milton Schinca en Boulevard Sarandí, este barco portaba 899.500 pesos fuertes y 171.500 doblones, además de muchos objetos de oro y plata, joyas y mercadería de subido valor, sin contar las monedas que llevaba sin registro , ocultas en el pañol de la pólvora; todo lo cual ascendería hoy a varios millones de dólares, a estar a los cálculos de algunos especialistas.
Ya en la época del Gobernador José Joaquín de Viana, en 1753, comenzaron las tareas de búsqueda de este tesoro, cuyos restos o indicios habrían sido ubicados en una zona próxima al puerto del Buceo (distante unas cuatro millas de la costa), a escasa profundidad. Se rescató lo que se consideraba era la parte principal, y el asunto fue echado en el olvido, al menos por parte de la empresa naviera encargada de las operaciones. Pero los buzos sabían que yacían aún muchas monedas de oro en el fondo del mar, de manera que se presentaron ante las autoridades y bregaron hasta obtener el permiso de buscarlas por cuenta propia. José Galbán, un habitante de la zona, hombre obcecado y emprendedor, día tras día, y mientras las fuerzas le alcanzaron, vivió de los jirones áureos de aquel fabuloso enterradero acuático.
Su hijo heredó el oficio, y lo mismo hicieron, más adelante, ocasionales y audaces moradores de esos rancheríos del mar, de los que hoy ya casi no queda memoria, fuera de alguna modesta casita de madera y chapa oculta tras las matas de transparentes. Y se dice que hasta hace pocos años, un humilde pescador de la zona continuaba viviendo de las ocasionales monedas que todavía emergían entre la arena, y que, ya en su lecho de muerte, trasmitió su secreto a alguien más, en el Hospital Maciel.
Pero las historias resurgen, porfiadas: hace dos años un empresario uruguayo llamado Gustavo Queirolo halló, en casa de un alquimista puertorriqueño, una extraña caja de madera conteniendo un par de antiguas espadas. Vendidas éstas, Queirolo advirtió que había, además, un curioso mapa en la caja, hecho de madera y de metales ensamblados de tal manera que era posible armarlo y volverlo a armar; durante algún tiempo se dedicó a estudiarlo, hasta convencerse de que había descifrado el sitio de un tesoro escondido por el mismísimo Francis Drake: el sitio quedaba en Uruguay y el tesoro continúa enterrado, ya que Queirolo se reservó para sí su ubicación exacta hasta no obtener el correspondiente permiso de las autoridades para proceder a su extracción.
La leyenda de la piratería continúa incólume, y se desgrana a lo largo de la historia, de la mano de éstas y otras anécdotas y circunstancias. Es que hay una atracción indudable en la forma de vida de esos seres, amantes de la aventura, el riesgo y la libertad, que acometían contra todas las formas organizadas del poder en aras de perseguir el sueño de la riqueza y de una gloria que, aunque no pasara por los caminos de la legalidad, seguía otorgando a quienes la perseguían la aureola mítica de las grandes conquistas.
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias