FIGARI, EL ARTE Y ESTA SUFRIDA AMÉRICA LATINA
Marcia Collazo
12.03.2015
“Vislumbro e intuyo la excelsa infinitud del mundo, y aquilato mi dignidad de vertebrado vertical”. P. Figari, “Cosmos”
Las pasiones, las dudas, los desgarros
Sabido es que Pedro Figari incursionó en más de un oficio en su vida. Podría decirse que fue abogado, político, filósofo, pedagogo, escritor y pintor, y se estará en lo cierto, aunque parezca abrumador. Y sin embargo no comenzó por el foro, sino por el pincel y el caballete. Con escasos veinte años ya frecuentaba el taller del maestro Godofredo Sommavilla, en donde estudiaban muchos jóvenes de buena familia, entre ellos María de Castro Caravia, la que sería su esposa. El caso de Figari, que renunció a todo por el arte -o sea a su cargo, muy bien remunerado, de abogado del Banco República, y al cargo de Consejero de la Escuela Industrial de Artes y Oficios, y a su estudio jurídico privado, e incluso a su matrimonio- podría ser paradigmático y aleccionante para muchos de quienes viven aferrados a un puesto de trabajo que detestan y que los consume. Pero no buscó tardíamente la pintura, sino que la pintura lo buscó a él mucho antes, y lo encontró preguntándose por las cosas del mundo, a esa edad temprana en que comienzan a manifestarse las pasiones, las dudas, los desgarros interiores, y el ambiente encantado de la infancia cae al suelo con el estrépito de cristales rotos. Pedro Figari se preocupó durante toda su vida por la suerte de los menos aventajados, y recogió en su obra narrativa y también en su obra pictórica el alma popular, visceral y auténtica del pueblo liso y llano, no deformada por esa ciega admiración a Europa que fue siempre el barniz exterior, el brillo falso y el signo característico de las sociedades latinoamericanas. Precisamente, Figari fue a buscar la cultura viva, la que está detrás de la máscara de modas y vaivenes sociales, la que late en las zonas más profundas y menos valoradas de nuestro medio: no se perdía una misa campera, un baile criollo, un cortejo fúnebre rural, una rueda de mate y de bailongo llena de negros y de negras.
El sur también existe
A todo ese universo, creado y encontrado a la vez, le fue poniendo verbo, o reflexión, o pensamiento filosófico. De esas meditaciones nacieron obras que todo uruguayo más o menos bien plantado debería leer, como "Arte, estética, ideal", o "Historia Kiria". De sus libros y de su correspondencia emana ese pensamiento que trasmuta continuamente en su pintura. Una alimenta al otro, y viceversa. Así como Torres García da vuelta el mapa para mostrar la realidad contundente del sur en su "América invertida" (1943), y Benedetti culmina ese proceso con su frase "el sur también existe", así Figari plasma en sus cartones y en sus colores la esencia radical de nuestra alma popular, que es a la vez particularismo cultural y universalidad humana.
Esto, que hoy puede llegar a parecer tan obvio, natural e incluso benéfico, fue mirado con una especie de horror despreciativo por la sociedad uruguaya de entonces. No podían perdonarle a Figari que abandonara nada menos que su brillante carrera forense por dedicarse a pintar aquellos monigotes de tan malo gusto, inspirados para colmo en gente de baja estofa, o que frecuentara esas horribles y vulgares fiestas criollas para observar a los gauchos y las chinas bailando el pericón. Nunca cuadró mejor a nadie, como a Figari, esta frase de E. H. Gombrich: "No existe mayor obstáculo para gozar de las grandes obras de arte que nuestra repugnancia a despojarnos de costumbres y prejuicios[i]". En lo que al arte se refiere nunca se termina de comprender. Y sin embargo, es bastante prodigiosa la manera en que Figari representó en su pintura lo que quería expresar, y expresó en su narrativa y en sus ensayos lo que le cabalgaba pecho adentro. Dicho de otra manera, no pintó por pintar ni escribió por escribir (lo consideraba una aberración, como dirá en su correspondencia[ii]) sino que lo guiaba un propósito, un estremecimiento, una inquietud muy definida: la causa humana de nuestra América. En su poemario "El Arquitecto", escrito en homenaje a su hijo, fallecido a los treinta y tres años en París, dice Figari: "No es a cantar que yo vengo/ quisiera rugir como león para ser escuchado/ con briznas de verdad-hecho en la mano/ que ofrezco al que las quiera... y quedo con la mano abierta, por si acaso/ ambicioso de ser útil, para dar[iii]".
De poesía y de hermosura
Lo que quiere es referirse al ser humano, y él mismo aclara que "para verlo mejor, tomo al negro, en la inteligencia de que los blancos llevamos siempre un negro adentro, muy renegrido, el mismo que nos sugiere cosas" que de otro modo no sabría cómo expresar. Su pintura pretende magnificar los temas americanos puros, inéditos, ésos que no condescienden a tratar, por arrogancia, los "distinguidos y el mundo social en masa". Pinta, como le dice a Salterain y Herrera en carta fecha en París el 9 de noviembre de 1932, en el esfuerzo por "despertar una conciencia patria, para sentir la fruición del esfuerzo realizado como patriota, más que nada". Ahora bien: no debería suponerse que esta invocación a lo patrio se vincule sin más a una institucionalidad conservadora o a una tradición entendida en sentido anquilosante, estéril y vacuo. Nada más lejos de la intención de Figari. En todo caso, lo que el busca es el alma, y lo hace hasta tal punto, que la forma (el volumen, el color, el fondo) es un simple envoltorio, un envase para manifestar lo que se lleva dentro. Desde su particular concepción de lo tradicional, Figari se aplica "a deducir lo que hay de hermosura, de poesía y de pintoresco en la tradición criolla" en la que incluye la cultura negra y la más rancia costumbre española, ésa que vive más que nada en los pueblos del interior del Uruguay, en donde todavía persistían las viejas casas de patio empedrado, a donde se sacaban el brasero y la olla y se ponía a hacer el dulce de membrillo. ¿Mero anecdotario costumbrista? Ciertamente no. Para Figari los pueblos americanos tienen "mucha obra a realizar (...) a condición de que se la realice con criterio autónomo", o sea creador y propio, no por empecinamiento chauvinista, sino porque únicamente de lo propio puede salir lo auténtico. La esencia radical de los pueblos americanos sólo podrá surgir y manifestarse si se abandonan "los ropajes, las extravagancias y los firuletes que lo envuelven y nada añaden por su cuenta[iv]". No es éste un pensamiento nuevo en el pintor, ni surgido como por arte de magia durante su residencia en París, donde permaneció de 1925 a 1934. Es, por el contrario, una constante en sus reflexiones sobre la humanidad americana, que se enlaza con su fracasado proyecto de educación en la Escuela de Artes y Oficios, proyecto sobre el cual volveremos en próxima entrega. No se trata tampoco de un deseo de exclusión de unos en detrimento de otros, ni de una selección artificiosa o compulsiva. Es el afán irrenunciable de explorar en el espíritu popular para descubrir lo que ese espíritu lleva dentro, y vislumbrar lo que puede llegar a expresar y a crear si logra despejar su camino de prejuicios e intereses creados, de vanas formas estéticas implantadas, de cánones artificiosos y estereotipados, para avanzar hacia la libertad.
i E. H. Gombrich (1997) La historia del arte. Editorial Debate
ii Carta de Pedro Figari a Salterain y Herrera, París, 28 de mayo de 1932.
iii Poema "El Poeta", de "El Arquitecto".
iv Carta a Salterain y Herrera, París, 29 de abril de 1932.
P. Figari (1960) Arte, estética, ideal. Colección Clásicos Uruguayos. Vol. 33, Montevideo
Marcia Collazo
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