Educación y neoliberalismo, o el asesinato de la utopía
Marcia Collazo
18.08.2015
La opción está entre una "educación" para la "domesticación" alienada y una educación para la libertad. Paulo Freire
La utopía es posible
La noticia ha recorrido los medios internacionales sin suscitar particular reacción o entusiasmo: en julio de este año se inauguró en Barcelona, España, el Congreso Internacional de Pedagogía titulado "La utopía es posible", y el ex Presidente José Mujica fue el encargado de abrir el acto. Al evento, organizado por la Asociación de Maestros Catalanes "Rosa Sensat", concurrieron unos mil trescientos docentes, entre los que se contaban especialistas europeos y latinoamericanos como Peter Moss y Helen Penn (Reino Unido), Carlina Rinaldi y Gino Ferri (de Reggio Emilia, Italia), Philippe Meirieu (Francia); por Latinoamérica participó, entre otras personalidades, la Profesora Patricia Redondo (Flacso, Argentina).
Lo que me interesa resaltar es el espíritu de este Congreso, en el cual resaltó la crítica al neoliberalismo y a su furgón de cola, el consumismo desenfrenado, que se ha infiltrado en los más insospechados ámbitos, es decir en aquellos que, hasta hace unos treinta o cuarenta años, parecían estar reservados todavía al área de lo que no puede ni debe ser objeto de transacción comercial; es decir a ese territorio que toda sociedad suele visualizar como sagrado, intocable, a salvo de las arremetidas del mercado. Así había sido con la educación, hasta que el neoliberalismo decidió hacer de ella una sistemático y universal mercancía. Y si algo ha demostrado esa maquinaria capitalista, es que sabe echar mano de todas y cada una de las ideas acuñadas por la cultura humana desde los más remotos albores de vida inteligente, para poner esas ideas al servicio de sus objetivos. Para decirlo en términos vulgares, no ha dejado títere con cabeza. Toda monedita sirve: éste es, de algún modo, el emblema (por no decir, para ponerse a tono, el slogan).
Remedios que matan
Claro que la educación necesitaba de urgentes cambios. Claro que los sistemas educativos de América Latina -casi todos ellos impulsados por el viejo liberalismo político de filiación positivista, muy lejano a este neoliberalismo económico tan nefasto como extendido- estaban profundamente desgastados. Eran insuficientes, anacrónicos; no integraban a la gran mayoría de la población, no incluían nuevos conocimientos, no tenían locales adecuados, ni bibliotecas, ni laboratorios actualizados. Pero a veces es peor el remedio que la enfermedad, como dice el refrán. Las reformas neoliberales que cayeron sobre América Latina munidas del discurso tecnócrata de la equidad, la eficiencia y el ajuste presupuestal destinado a la educación -no para aumentarlo sino para recortarlo en función de intereses concretos que auguraban pingües ganancias a otros niveles- sólo contribuyeron a aumentar la inequidad, a minar la educación integral, a deshumanizarla y a convertir a los seres humanos en soldaditos de plomo, servidores incondicionales del nuevo orden dictado por los nuevos amos[1]. Además, los amos lograron convencer a los gobiernos, y también a la gran mayoría de los actores educativos, políticos y sociales de que las suyas eran las únicas soluciones posibles. Lo peor es que esos gobiernos contaban con el voto popular, o provenían de éste; pero eso ya es harina de otro costal y debería ser objeto de ulteriores consideraciones[2].
Lo terrible es que nada de esto es inocente: las reformas vinieron acompañadas por suculentos préstamos otorgados por instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial[3] o el Fondo Monetario Internacional. El terreno ya había sido abonado, en la mayor parte de los países latinoamericanos, por el fenómeno de dictaduras militares y gobiernos de fuerza de toda laya y tenor. Así sucedió en Uruguay, en donde el empobrecimiento cultural y educativo se hizo evidente tras la dictadura de 1973, cuyo tremendo coletazo quebró la espina dorsal de la sociedad uruguaya de manera casi irreparable. Las reformas neoliberales terminaron de amordazar a los docentes (que venían a ser, dentro de los sistemas educativos, los últimos resabios de aquella intelectualidad contestataria que marchó a la tortura, a la muerte o al exilio, o por lo menos a una mutilación ideológica en la que no cabían otras opciones) manteniendo recortados sus sueldos, restándoles toda injerencia en el sistema y sustituyendo su voz por la de tecnócratas soberbios y obsecuentes. En buena medida, esos docentes pasaron a ser simples operarios de una organización basada en los parámetros del costo beneficio y de la eficiencia y calidad basadas en resultados encaminados únicamente al pasaje de grado de los estudiantes. Las pruebas PISA, entre otros sospechosos instrumentos de evaluación, están destinadas a cumplir la función de prestar una apariencia de calidad a esta gigantesca puesta en marcha del nuevo mercantilismo educativo[4]. Todo ello resulta absolutamente extraño a las concepciones educacionales y a su lógica, y no puede extrañar que así sea, porque lo que proviene del comercio, de las finanzas y de la libre empresa, se alinea del lado del interés y no de la esperanza, del lado del lucro y no del libre despliegue del espíritu, del lado de lo que se contabiliza en los libros del debe y del haber, y no de lo que se da por amor al conocimiento, y resulta así algo tan monstruoso como aquello que expresaba José Enrique Rodó en su Ariel, de pretender injertar células muertas en un organismo vivo[5].
Los nuevos bárbaros
El punto de gravedad es el siguiente: el derecho a la educación no está garantizado, ni en Europa ni en el resto del mundo, y mucho menos en América Latina. Por el contrario, la educación se ha convertido desde hace rato en una mercancía que, por añadidura, es portadora de angustia y de desigualdad, de inequidad y de injusticia, de malestar o de infelicidad. Los niños y adolescentes, y aún los jóvenes que ingresan a la educación terciaria, sobreviven como pueden o se educan como pueden, en medio de la vorágine de programas oficiales y políticas educativas dictadas (y que nadie se llame a engaño) por los grandes monopolios capitalistas, "evaluadas" cada tanto por instrumentos como las ya mencionadas pruebas PISA, concebidas por los tecnócratas de turno que diseñan la educación, devenidos en los nuevos gurúes o predictores de lo bueno, verdadero y justo[6]. Muy en el fondo, a esa parafernalia de estadísticas y de informes le está faltando algo tan elemental como la ética. Ya no hablamos solamente de la barbarie de tomar a la educación como objeto de lucro; ya no nos referimos únicamente a esa aberrante costumbre de llamar "clientes" a los alumnos y a sus padres, como lo he escuchado hasta el cansancio y hasta la indignación en algunas prestigiosas instituciones privadas; ya no se trata tampoco de esos pequeños actos de corrupción que llegaron, cómo no, hasta la propia esfera de la educación pública (recuerdo que, durante un seminario en Montevideo, se nos entregó a cada participante una enorme bolsa de cartón conteniendo un no menos enorme afiche con la publicidad sobre ese mismo seminario, y yo me pregunté entonces, y me sigo preguntando ahora, para qué diablos podía servirnos semejante obsequio y, sobre todo, cuánto le había costado al estado, es decir al pueblo).
Legionarios del consumo, o la cara oculta de la globalización
En los años setenta el neoliberalismo comenzó a apoderarse del fenómeno educativo, especialmente para obtener mano de obra calificada, además de barata, así como para elevar la productividad del trabajo y la consiguiente competitividad de los mercados internacionales, al educar (recordemos que el término, impúdicamente utilizado, era "capacitar") a las nuevas generaciones de niños y jóvenes para ser diestros y alienados operarios, cuanto más alienados mejor. Son los legionarios del consumo, los mismos que hoy recorren los shoppings en oleadas, los domingos de tarde, deslumbrados ante las vidrieras de los comercios y sacando infinitas cuentas para ver en cuántas cuotas pueden comprar el último grito de la tecnología, ésa misma que los mantiene esclavizados. En aquellos años setenta empezó a llegar a estos lares australes el término globalización, que desató una multitud de interpretaciones e hizo correr ríos de tinta, pero que se reducía, en el fondo, a la simple idea de la extensión del capitalismo a las más insospechadas ramas de la economía y de la sociedad, sin restricción ni impedimento alguno y, lo que es peor, sin consideración moral alguna[7]. Así fue como el nuevo capitalismo se topó con la educación, y así se extendió, a su debido momento, a América Latina. Fue entonces cuando se multiplicaron los colegios y las instituciones privadas, pero también los seminarios, las maestrías, los doctorados y los congresos de todo tenor, en los cuales se paga religiosamente de acuerdo a ciertos cánones establecidos. Claro que todo el asunto se ha disfrazado convenientemente. Se ha dicho, entre otros argumentos, que la globalización consistía en el acercamiento de todos los pueblos de la tierra y que ello provocaría, paradójicamente, el reforzamiento de sus identidades. Se añadió que los planes y programas impuestos a los países desde los centros transnacionales de poder económico se realizaban en pro de la educación y de la formación permanente que, en medio de ese panorama de lucro indiscriminado, sonaba a los oídos de los sufridos y empobrecidos docentes, en el mejor de los casos, como una pena de cadena perpetua. Durante la reforma educativa de los años noventa se contrajeron importantes deudas con el capital extranjero en Uruguay; sin embargo, no se destinó un solo peso a salarios docentes, y sí a la tecnocracia y a la recuperación edilicia. No importaba, en el fondo, el derecho a la educación; y la mejora auténtica de la formación de los docentes -es decir, de los enseñantes- así como el aumento de sus salarios, lejos de entrar en los planes de ese movimiento financiero global, se erigía en una pésima inversión o en un obstáculo. Dado que el capitalismo todo lo ha tocado (al estilo del rey Midas, que convertía en oro cada cosa que sus dedos rozaban) florecieron también términos como capital cultural, capital humano, calidad, eficiencia, eficacia, clientelismo, rentabilidad y resultados. Por añadidura, el malestar docente aumentó en forma exponencial, ya que a la concepción de resultados encuadrada en el marketing neoliberal, vino a sumarse la culpabilización de la sociedad y de los gobiernos, que apuntaron con su dedo acusador a los docentes, como únicos y directos responsables del fracaso de las tan cacareadas políticas educativas.
Del robo de la infancia al robo de la vida
Lo que más me conmovió, creo, de lo que he leído acerca del Congreso Internacional de Pedagogía realizado en julio de este año, fue el discurso de Irene Balaguer, Presidente de la Asociación de Maestros Catalanes. Ella fue muy enfática: expresó que el modelo neoliberal le ha robado la infancia a los niños, puesto que los ha convertido en máquinas del saber para el consumo, y que todo el avance de las nuevas ciencias (entre ellas la neurociencia) ha sido puesto al servicio de ese mismo modelo utilitario y economicista, lo cual produce el resultado de anular la infancia.
Peter Moss -profesor emérito del Instituto de Educación de la Universidad de Londres-, hizo también una fuerte crítica al modelo de educación neoliberal, que crea instrumentos de control como las pruebas PISA. Ante ello considera necesario preguntarse ¿qué sociedad queremos?, ¿a qué alumnos aspiramos?, ¿qué valores debemos favorecer?
Podríamos agregar la pregunta sobre la ética, ese concepto del cual casi nadie se acuerda. La educación no es una mercancía, como no lo es el amor, ni la familia, ni el ámbito de la intimidad hogareña (y sin embargo, a todos estos sitios el neoliberalismo ha tenido la osadía o el tupé de llegar). El ser humano, tal como lo dijo Emmanuel Kant hace más de doscientos años, no es un medio o un instrumento, sino un fin en sí mismo. No es un dato en un expediente empresarial, ni un peón de ajedrez, ni un número en una gráfica. No es tampoco un objeto de lucro, consumismo mediante, al que podamos colgarle rótulos tan perversos como el de cliente en lugar de estudiante, o recurso humano en lugar de persona. Hoy no necesitamos tecnócratas, sino participación viva de los protagonistas de la educación; no necesitamos recetas estereotipadas y ajenas, impuestas e inconsultas, sino experimentación basada en los propios procesos educativos; necesitamos apelar a nuestra propia capacidad de crear, de imaginar, de hacer memoria, de construir historia viva, en conjunto con los docentes y los estudiantes, y de cara a la urdimbre de la comunidad. Sólo así podríamos retomar aquella vieja idea de que la educación es un derecho y, que como contracara, implica estrictas obligaciones que, hoy por hoy, brillan por su ausencia.
1 G. González Rivera y C.A. Torres (comps.): Sociología de la Educación, CEE, México, 1981
2 Bobbio, N., Pontaro, G., Vera, S. Crisis de la democracia. Ariel, Barcelona. 1985.
3 Banco Mundial: El financiamiento de la educación en los países en desarrollo, Washington, D.C., 1995; Prioridades y estrategias para la educación, Banco Mundial, 1995; CEPAL-UNESCO: Educación y conocimiento: eje de la Transformación Productiva con Equidad, Centro Nacional de Información Educativa, Santiago, 1992
4 Carlos Sevilla, La fábrica del conocimiento. La universidad-empresa en la producción flexible, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, s.f.
5 Savater, Fernando. El valor de educar. Ariel, España. 2001. / Rodó, José E. Ariel. Kapelusz. 1962
6 Capella Riera, Jorge. PISA, ¿catástrofe u oportunidad? En Tarea, Revista de Educación y Cultura. Nº 55. Agosto 2003:12 a 18. Lima, Perú
7 Amin, Samir. El capitalismo en la Era de la Globalización. Paidos. Bs As. Argentina. 1999
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias