El día de la independencia y otras interrogantes

Marcia Collazo

03.09.2015

Sabido es que, en el marco de los vaivenes de nuestra gesta emancipadora, demasiado hemos discutido los uruguayos cuál es, en rigor de verdad, el día de nuestra independencia, ésa misma que otros países festejan con envidiable unanimidad, fuegos artificiales mediante.

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos?

José Martí


Independencia y Unión
Entre nosotros se han manejado varias fechas, correspondientes a otros tantos acontecimientos históricos; y sin embargo una sobresale, por más que no exista consenso sobre sus alcances.

Parece inobjetable que el 25 de agosto de 1825 se emitió una declaración expresa de independencia, por parte del gobierno de la Florida, surgido del contexto de la gesta libertaria de la Cruzada Libertadora de ese mismo año, liderada por Juan Antonio Lavalleja y Manuel Oribe. El problema consiste en ponernos de acuerdo respecto a sus objetivos e intenciones.

Dicho gobierno de la Florida fue conformado, como era debido, con representantes de los cabildos de los principales pueblos de la Provincia Oriental –en ese entonces denominada Provincia Cisplatina por los brasileños, que la habían invadido como portugueses, en 1816-.

El gobierno de la Florida, en el marco de las atribuciones que legítimamente les otorgaron esos pueblos, declaró nuestra independencia del Imperio del Brasil y proclamó nuestra unión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Estableció también el pabellón nacional, que constaría de tres franjas de color celeste, blanco y punzó. La polémica sobre si las dos primeras leyes (de independencia y de unión) nos consagraban o no como parte de la Argentina constituye, en buena medida, nada más que un paralogismo al cual intentaremos responder en este artículo.

Es pertinente preguntarse asimismo qué lugar deberíamos asignar a actos tales como el Congreso de Abril o Congreso de Tres Cruces, celebrado el 5 de abril de 1813 con la presencia de José Artigas, por el cual se decidió reconocer a la Asamblea General Constituyente instalada en Buenos Aires y enviar a la misma diputados o representantes orientales, que llevaban consigo las célebres Instrucciones conocidas como del Año XIII.

El hecho mismo de que se haya decidido reconocer a un poder constituyente en un territorio más o menos indeterminado todavía (Provincias Unidas, Liga Federal, Argentina), del cual pasaríamos a formar parte -cuestión ésta que parece indiscutible de acuerdo a los propios pronunciamientos del Congreso de Abril- implica la asunción voluntaria de un estado de cosas que supone un punto de partida, un antes y un después, una raya en la tierra. Si el asunto de nuestras nacionalidades y límites territoriales consiguientes, aún no estaba definido, sí lo estaba la faz del enemigo.

La revolución americana en su conjunto fue un comienzo o un “borrón y cuenta nueva” esgrimido primero frente al poder español, después frente al poder lusitano y luego frente al brasileño (el Imperio del Brasil nace en 1822) que fatalmente rompe con una situación anterior de coloniaje e inaugura otra cuyos bordes y naturaleza son todavía polémicos.

Pero volviendo al reconocimiento –de la Asamblea Constituyente del Año XIII- y volviendo especialmente a las Leyes de la Florida, éstas suponen no una mera unión verbal, sino una voluntad de independencia en conjunto con el resto de las provincias del Río de la Plata. Las propias ideas rectoras del Congreso de Abril (independencia, república, federación, soberanía) surgen en forma por demás diáfana de un proceso político y revolucionario que se llevó adelante en concierto con esas otras provincias, más allá de los vaivenes de la guerra, las alianzas, las intrigas y los juegos de poder; de manera que nos hallamos al menos frente a dos grandes acontecimientos por los que se procede a declarar nuestra independencia de un dominio extranjero: en el primer caso, el de España, en 1813; en el segundo caso, el de Brasil, en 1825.


¿Nosotros los uruguayos?
Tales hitos históricos se enmarcan o descansan en aquello que los pueblos consideran su legado, su tradición o su herencia cultural, a lo cual la filosofía de las ideas en América denomina el “nosotros”. Si al asunto controversial de la verdadera fecha de nuestra independencia, sumáramos la Convención Preliminar de Paz de 1828 y la jura de la Constitución nacional del 18 de julio de 1830, el panorama se enrarece mucho más todavía.

La cuestión crucial es, en el fondo, la de definir qué entendemos por nuestro legado histórico y cultural; esa definición, siempre coyuntural pero necesaria, podría arrojar mayor luz sobre el problema. A ese respecto conviene precisar que muchas veces –y nuestro país y nuestra historia no son una excepción- la conformación conceptual del legado viene conducida, delimitada o impuesta por determinadas ideologías e intereses. Hay ciertos elementos culturales que se toman en cuenta para definir ese legado, o para señalar el horizonte del “nosotros los uruguayos”, y hay otros que se esconden debajo de la alfombra.

El asunto consiste en analizar si tales elementos han servido y sirven actualmente como herramientas liberadoras, en lo que hace a la construcción de nuestro imaginario nacional, o de instrumentos opresivos que nos terminan anclando en una pseudo tradición en la que no creemos. Las interpretaciones que hemos venido dando a las resoluciones del Congreso de Abril y a las leyes de la Florida son, por lo menos, ambiguas y forzadas.

Sin embargo, es legítimo enmarcarlas en el contexto de determinada época y en su consiguiente justificación histórica. En lo personal no me cabe duda de que los orientales querían, de buena fe, unir sus destinos políticos a los de las Provincias Unidas; y si miramos la cuestión desde esa precisa óptica, deberíamos concluir –por operación de lógica elemental- en que, en ninguna de las dos oportunidades hubo una manifestación de independencia restringida, aislada o reservada únicamente al ámbito de la Provincia Oriental.

Sin embargo, una sana lógica material, que contenga entre sus premisas las necesarias circunstancias fácticas y sus ponderaciones, nos indica asimismo que, como expresa Arturo A. Roig, “es un hecho inconcuso que existe en toda sociedad una transmisión y recepción de bienes, de valores y junto con ellos, de sistemas de vida que integran su cultura, tomando esta palabra en su sentido más amplio, mediante los cuales esa sociedad se auto reconoce e incluso subsiste ”.

Y para subsistir, necesita adaptarse, como cualquier otro sistema vivo. La adaptación, que comenzó de modo más bien virulento, tuvo su primera expresión precisamente en la mentada Convención Preliminar de Paz de 1828, que borró del mapa toda aspiración a constituir una federación o unión con las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Tanto así, que se nos obligó a devolver lo que en justa guerra –y por tanto a justo título- habíamos tomado o recuperado: los siete pueblos de las Misiones, cobrados durante la campaña riverista. La segunda expresión de esa adaptación fue la jura de la Constitución de 1830, que casi nadie celebra en este país, y que más bien ha pasado a constituir una fecha reverencial del punto de vista público y jurídico, pero que no suele conmover el ánimo ni el sentimiento de los orientales.


Dilapidar la herencia
Sin embargo, a pesar de los pesares, el legado subsiste, y el “nosotros los orientales” suele cargarse de significados múltiples. La herencia cultural amasada desde los primeros días de la revolución artiguista, se circunscribe a un conjunto de bienes que integran lo que podría denominarse “nuestra cultura espiritual o las raíces nutricias de esa misma cultura ”.

Esos bienes, que pueden entenderse también como el equivalente a la nación, se integran con el lenguaje, las costumbres, los rituales y los cultos religiosos, la “raza” y la tierra, el pacto y la promesa. Aparecen, ligados a ellos, expresiones características tales como “la garra charrúa”, la “tacita de plata” o la “Suiza de América”, aun cuando, ni los charrúas integraron jamás nuestra selección nacional de fútbol, ni la plata brilla por ningún sitio entre nosotros –salvo en el nombre del río- ni nos rodea el más leve reflejo de la cultura de los suizos, salvo quizás en determinados aspectos financieros de dudosa honra.

Es que las herencias culturales son tan variadas como diversos y cambiantes los aportes de que se alimentan. De José Artigas, actualmente, nos queda poco más que su estatua o su busto, repartido en numerosos ámbitos públicos y privados; hemos dilapidado su herencia, o acaso la hemos aceptado únicamente a título de inventario. Su verdadero legado, su auténtico mandato histórico, ha sido escrupulosamente olvidado, disfrazado o metamorfoseado en el Uruguay. Cabe plantearse qué hemos decidido hacer los herederos con los bienes que el prócer –conste que así lo seguimos llamando- nos ha dejado.

El problema, a pesar de ser arduo, no lo es tanto. Tal como el mismo Roig declara, “toda herencia cultural… es por naturaleza propia algo transmisible, y se nos muestra por eso mismo como un hecho de naturaleza temporal. Es además lo que se trasmite entre sujetos que son a su vez históricos”. Y por ser históricos, no actuamos de manera externa y mecánica, sino mediante interpretaciones, sentidos y significaciones con las que vamos conformando el mundo. Ello es legítimo y es, además, natural.

Forma parte del ambiente y del espíritu de determinado tiempo y lugar, y como tal es recogido en la historiografía. Pero no debe ser utilizado para engañarnos o “hacer la del avestruz”. No es casual que Pablo Blanco Acevedo, para referirse al significado del 25 de agosto, haya citado en forma expresa, en 1939, ya en el sumario de su obra, la “opinión de hombres públicos y autores respecto al valor histórico de la Declaración de la Florida ”, mencionando treinta nombres que venían a representar lo más conspicuo de la intelectualidad y el patriciado uruguayo de entonces.

Blanco Acevedo conformó así su alegato, que no es el mismo de Eduardo Acevedo en su Alegato Histórico, o el de Juan Zorrilla de San Martín en su Epopeya de Artigas, pero que comparte con aquellos cierta familiaridad conceptual.

Como señala Rodolfo Agoglia, el reconocimiento de la historicidad de todo ser humano supone el haber accedido a una “forma elemental y primaria de conciencia histórica ”.

El lado ciertamente peligroso de toda construcción de tradición y de horizontes culturales, es la caída en el ejercicio de formas opresivas de autoafirmación. Para buena parte de nuestra historiografía las aguas se dividen, y los orientales no habríamos declarado nunca una independencia absoluta, o circunscrita exclusivamente al ámbito de la Provincia Oriental. No lo hicimos en el Congreso de Abril y no lo hicimos en el Gobierno de la Florida. Pero allí no se detuvo, después de todo, la marcha del tiempo; nuevos acontecimientos –en su mayor parte venidos de afuera, esto también hay que reconocerlo- fueron pautando nuestro devenir como pueblo y, por ende, la conformación de un peculiar “nosotros”.

Es que, en el fondo, el legado de las comunidades no consiste propiamente en bienes, sino en pautas, reglas o juegos de sujetos en interacción respecto a esos bienes. Colocados en el plano de la normatividad, es decir del deber social y el deber jurídico, parece claro que, desde el momento en que se conforma un país y se jura su constitución, existe un estado (aunque le haya faltado algo tan esencial como la delimitación territorial, pero esto es harina de otro costal).

Y sin embargo, cuántas veces nos hemos referido al olvido en que hemos colocado el programa federal artiguista; sobre todo cuando, con cierto dejo de culpa, miramos de reojo hacia nuestros hermanos de las provincias argentinas, que tanto lo quieren y tanto se enorgullecen de su ideología.


El búho de Minerva alza el vuelo al amanecer
Claro que no todo está perdido. El ensayista chileno Félix Schwartzmann destaca un rasgo propio del ser latinoamericano, que consiste para él en “la experiencia cualitativa de la temporalidad percibida como plenitud de futuro”, es decir la posibilidad de hacer historia a partir de cero, sin tener en cuenta el lastre del pasado, apelando a la fuerza de ese sentimiento del comienzo o del recomienzo, tan propio de un continente como el americano, que ha sido durante siglos el territorio de la utopía, el reino de lo no hollado, la esencia del nuevo mundo.

Para Hegel, los pueblos alcanzan la sabiduría en el otoño de su vida; por eso, el búho de Minerva alza el vuelo al anochecer. Para Arturo A. Roig, por el contrario, la sabiduría se reduce a la autovaloración, a la afirmación de la conciencia, a la capacidad de ir creando experiencia histórica; de ahí para adelante, el camino se va haciendo, y por eso el búho de Minerva alza el vuelo al amanecer. La revolución artiguista puede inscribirse, en buena medida, dentro de ese concepto ya no de renovación sino de radical nacimiento.

El hombre y la mujer americanos se descubren a sí mismos como conciencias expectantes, y sobre esa expectativa se afirman como sujetos, en la plena convicción de que pertenecen a un continente joven, en el que quinientos años de historia –y doscientos tan sólo desde la derrota del colonialismo español- no son nada en comparación con los mil quinientos, más o menos, que atesora cualquier nación europea.

No estamos al final de la historia, y el futuro no nace de un vacío ni de una negación, sino de nuestros actos como seres históricos y pensantes. El día de la independencia será o no será el 25 de agosto; o esa independencia habrá sido o no habrá sido proclamada como parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Poco importa en el fondo, con tal de saber a dónde vamos. Bueno es recordarlo en estos meses de julio y agosto, que nos traen a la memoria tantos recuerdos plagados de interrogantes, de cara hacia el pasado y especialmente al futuro.


Bibliografía:
Agoglia, R. Conciencia histórica y tiempo histórico. Quito. Pontificia Universidad Católica. 1978
Barth, H. Verdad e ideología. México. FCE.
Blanco Acevedo, P. La independencia nacional. Colección Clásicos Uruguayos. 1975
Roig, A. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Bs As. Ed. Una Ventana. 2009
Schwartzman, F. El sentimiento de lo humano en América. Antropología de la convivencia. Santiago de Chile. Instituto de Estudios Culturales.

Marcia Collazo
2015-09-03T11:26:00

Marcia Collazo

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