Señora, señor, cuidado con los malos
Soledad Platero
15.08.2012
Un razonable alboroto se armó la semana pasada cuando se divulgó la noticia de que una familia mantenía a sus empleadas domésticas en situación de semi esclavitud en una casa de Carrasco. Rápidamente circularon por las redes sociales escraches de todo tipo, que dieron cuenta del repudio general ante esa situación.
Como la señora indagada por la justicia es la dueña de una casa importadora de ropa, no demoraron en aparecer convocatorias a no comprar más en su tienda. La foto de la malvada, sus hábitos, su pedigree de acomodada y tilinga recorrieron el universo social de las redes para que todos supiéramos a cabalidad con qué clase de villana estábamos tratando. Se enfatizó el hecho de que las trabajadoras, de origen boliviano, eran reclutadas y contratadas mediante engaños, y que eran sometidas a abusos y maltrato de todo tipo (descuento de los gastos de pasaje, alimentación muy mezquina, vigilancia férrea aun a distancia, jornadas extenuantes sin descanso, etc.) por parte de la patrona, la misma que vende ropa de origen asiático a bajo precio y a la que no habría que comprarle más.
La excelente nota que publicó Brecha sobre el caso, firmada por Mariana Contreras, lleva como título una frase dicha por una de las mujeres que trabajaban en la casa y que dieron su testimonio: "Unas palabras tan bruscas que te duelen y te llegan al alma". La mujer se refiere, por supuesto, a las palabras de la patrona, portadoras del desprecio y la impunidad que siempre muestran los abusadores. Sin embargo, la elección de esas palabras, ciertamente conmovedoras (cómo no percibir la asimetría simbólica de esa relación, cómo no sentir el dolor de la parte más débil) no hace sino contribuir a un dibujo errado de los hechos. Me explico: todo este suceso estuvo atravesado por la lógica de los intercambios personales (ésta es mala, aquella es una pobrecita, me dijo esto, me amenazó con lo otro) y se dejó pasar el hecho de la explotación como un fenómeno que no puede y no debe ser tratado dentro de ese esquema.
El problema de la explotación no radica en que una señora, hija de Fulano y casada con el hijo de Mengano, es mala y abusadora y se muestra grosera con sus empleadas domésticas. Tampoco puede atribuirse -y nadie sería tan liviano como para hacerlo- a la maldad intrínseca de quienes viven en barrios ricos o practican deportes tilingos. Por el contrario, todo eso (la explotación de los trabajadores, la exhibición de los hábitos de ocio de las clases acomodadas, la impunidad para violar las leyes, etc.) debería inscribirse en una gramática conceptual que diera cuenta de una situación social, cultural, política y económica que hace posible la ocurrencia de casos como éste.
La señora dueña de casa denunciada por el maltrato a sus domésticas es además la explotadora de cientos de trabajadores que no alcanzan el laudo si no llegan a cierto piso de ventas (una situación denunciada por el sindicato de trabajadores de comercio y servicios, FUECyS), lo que supone una violación flagrante de las leyes laborales. Y combatir esa injusticia (y también, por qué no decirlo, la injusticia implícita en lo bajo de los salarios del sector, uno de los que exigen menos capacitación y por lo tanto, de los que deben lidiar con formas de explotación completamente naturalizadas, como estar todo el día de pie, trabajar de la mañana a la noche, trabajar los fines de semana y días festivos, ganar poco, soportar los antojos de los clientes y darles siempre la razón, etc.) debería ser una preocupación de la sociedad "progresista" en su conjunto. La explotación, y no la tienda de la señora Manhard, debería ser denunciada. La injusticia inherente al vínculo de dependencia debería ser puesta en discurso nuevamente, sin temor a sonar anacrónico. (Una injusticia, dicho sea de paso, que se extiende fuera de fronteras y permite que las tiendas en cuestión vendan prendas baratas que son prácticamente regaladas al final de cada temporada, en esa magia alucinante del capitalismo que nos permite aprovechar alegremente las liquidaciones como si no hubiera, al otro lado del mundo, personas trabajando a régimen de casi esclavitud para tejer las telas, teñirlas, cortarlas, coser las prendas y mandarlas a nuestro mercado a $ 200 el kilo, incluidos los costos de flete).
La semana pasada hablé de Guzmán y de su preocupación por los estudios universitarios de su hijo. De cómo de pronto irrumpía en nuestro cotidiano la legitimidad de que la educación universitaria fuera algo que debemos pagar, y no un derecho que todos tenemos en un país en que la enseñanza es gratuita, laica y obligatoria desde hace tanto tiempo.
A partir de ese mismo corto publicitario es posible ver también el corrimiento desde una preocupación "por el futuro" ( la que había, digamos, hace cincuenta años) hacia una preocupación "por la educación de mi hijo". La preocupación por el futuro era existencial: suponía preguntas sobre la vida misma que aceptaban un punto irrenunciable de incertidumbre: ¿qué nos deparará el futuro? ¿cómo será el futuro?. La preocupación de Guzmán, en cambio, es práctica y muestra una actitud pragmática, que redunda en una respuesta rápida y concreta: agarro estas quince lucas y se las doy por diez años al Banco de Seguros, y me garantizo la universidad de mi hijo.
Las preguntas de tipo existencial requerían respuestas proyectivas: relatos constructivos que no podían ser meramente individuales. "El futuro" no es nunca un asunto estrictamente personal: es un proyecto colectivo, seamos o no concientes de ello. "La universidad de mi hijo", en cambio, es una preocupación concreta e individual, y la respuesta que exige es práctica. Guzmán no pierde el tiempo en preguntarse qué será de la Educación, o de la Universidad, en el futuro. Él se pregunta por la universidad de su hijo, y encuentra la solución rápidamente (claro que ayuda bastante el hecho de tener la plata, pero para quienes no la tienen, no demorarán en aparecer los bancos que ofrezcan planes de endeudamiento bajo la misma premisa de que la universidad se paga).
No es muy distinta la respuesta que las redes sociales hicieron circular ante la denuncia contra la familia Manhard: con la mejor intención del mundo, los bienpensantes convocaron a no comprar más en sus tiendas. Participar de la convocatoria es un modo de dar una respuesta personal (solidaria, pero individual) a un problema que debería, como mínimo, enunciarse en términos generales y de sociedad. Porque más allá de lo dudoso del efecto económico que la ausencia de compradores socialmente comprometidos pueda tener en la fortuna de la familia Manhard, habría que pensar que el castigo de los consumidores a tal o cual comercio, a tal o cual marca, poco contribuye a pensar el asunto de la explotación salvaje en la sociedad de libre mercado.
Y la legítima conmoción ante las palabras bruscas que duelen y llegan al alma -una respuesta automática, empática, ante una violencia verbal que connota abuso y crueldad- tampoco hace mucho más que ofrecer un esquema de malos y buenos, de fuertes y débiles, de victimarios y víctimas, negando de plano una confrontación que debería exponerse en otros términos.
Porque la explotación no es un asunto de súper villanos tilingos y víctimas infantilizadas. Y porque poner en cuestión un sistema injusto y abusivo requiere algo más que la voluntad personal y la conducta individual de consumidores que eligen no contaminarse con cosas malas.
Soledad Platero
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias