El cuerpo, la vida, el adn

Soledad Platero

28.09.2012

La Cámara de Diputados terminó por aprobar, sin ninguna sorpresa, el proyecto de ley que suspende las penas para el delito de aborto en determinadas condiciones. Pero antes, y durante horas, los representantes nacionales dieron discursos que oscilaron entre el sentido común y el delirio, sin que en ningún momento se haya establecido algo como un “debate de ideas”.

Y es que no es fácil debatir ideas cuando lo que se tiene para esgrimir son consignas y frases hechas. No es fácil debatir cuestiones filosóficas (la vida y la muerte, los derechos individuales, la decisión soberana sobre el propio cuerpo, el estatuto de la familia, el lugar de la mujer en ese esquema, el lugar del hombre, el del embrión) cuando los participantes del debate ya se conocen hasta el hartazgo, ya han dicho las mismas cosas cientos de veces en contextos semejantes, y no están dispuestos a moverse un centímetro del lugar en el que los clavan su fe o sus exigencias. Pero sobre todo, es difícil discutir cuestiones filosóficas cuando estamos ya tan acostumbrados a habitar en un mundo que ha legitimado, sin género de duda, la experiencia personal, el testimonio, la propia verdad y las propias creencias por sobre cualquier pretensión de universalidad.

El proyecto de ley que aprobó la Cámara de Diputados no despenaliza el aborto, pero suspende su penalización en ciertos casos. Esto significa que no sacraliza, tampoco, la vida del embrión. En ese sentido tiene la enorme virtud de haber dejado disconformes a tirios y troyanos: a unos porque el embrión, al final del proceso, termina por ser eliminado; a otros porque el proceso en sí mismo es un camino de humillación e infantilización intolerable para cualquier mujer en esa circunstancia. ¿Cuál es, entonces, el sentido del proyecto aprobado? Ninguno, salvo el de mantener el estado físico del cuerpo legislativo, que debió contorsionarse y retorcerse hasta lograr convencer al legislador que faltaba para garantizar una mayoría alcanzada por apenas un voto. Con esa fragilidad estructural nace la nueva ley, y no hace falta ser vidente para pensar que nada demasiado firme se puede sostener en semejantes patas.

Sin embargo, como observa Marcelo Pereira en su columna de opinión de este viernes en La Diaria, en caso de que el nuevo proyecto se transforme en ley, y que algún mecanismo promovido por quienes lo rechazan termine por convocar a un plebiscito, será éste el texto que se plebiscitará, y no la ley actual. El resultado será que si la ciudadanía lo respalda, el nuevo texto será ley, y si lo rechaza volveremos a donde hoy estamos.

El nuevo texto no defiende al embrión puesto que, luego del tortuoso camino que se le impone, la mujer puede tener acceso al procedimiento de interrupción voluntaria del embarazo, sin consecuencias penales y con asistencia médica. Eso significa que los aberrantes pasos previos no tienen otra función que la de hacerla padecer la humillación y la vergüenza: un precio que los legisladores consideraron aceptable para el ejercicio de la libertad de no querer ser madre.

Hay varios asuntos confusos en todo esto. Uno de ellos es la confusión entre la idea de lo que es correcto o no es correcto en un sentido moral, y lo que es penalizable o pasible de ser considerado delito. Parecería innecesario aclararlo, pero los representantes nacionales olvidan, en ocasiones, que ninguna acción es delito por el solo hecho de ser inmoral, o de mal gusto, o incompatible con las convicciones de Fulano o Mengano. Para que sea delito tiene que dañar a otra persona, y el embrión no es todavía, pese a quien pese, una persona. Podría llegar a serlo, en caso de que prosperara y naciera, pero no es una persona antes de eso. Si lo fuera, si efectivamente su existencia como persona estuviera establecida sin género de dudas desde la concepción, este proyecto no habría podido prosperar. Pero esa no sería la única consecuencia. Otras podrían ser que todo embrión malogrado por causas naturales pasaría a ser una persona fallecida, con un nombre propio, una cédula de identidad y eventualmente una ceremonia fúnebre acorde a las costumbres de la familia y de la sociedad.

Otro asunto que los legisladores contrarios a la despenalización del aborto parecen no haber tenido en cuenta es el de la libertad de cualquier individuo de decidir no sólo lo que quiere hacer con su cuerpo, sino lo que quiere hacer con su vida. Pasan por alto, los señores legisladores, que ninguna mujer está obligada a trabajar como garantía de la supervivencia de la especie. Que la decisión de tener o no tener un hijo, la decisión de formar o no formar una familia, de dedicar el resto de su vida a criar, mantener y educar a un hijo no puede tomarla nadie excepto la mujer que está atravesando esa circunstancia. Y nadie puede exigirle a una mujer que ponga el cuerpo a disposición de la humanidad porque resulta que hay muchas mujeres que quieren tener hijos y no pueden, o porque un familiar del legislador Fulano está tratando de adoptar y no es fácil, o porque la legisladora Fulanita perdió un embarazo y fue terrible. Todas esas cosas son parte de la experiencia personal de cualquiera, pero en su nombre no se le puede exigir a otra persona que haga algo que no quiere hacer, y que la involucra de un modo que no involucra a nadie más.

El proyecto de ley aprobado por apenas un voto de diferencia en Diputados acepta, de hecho, que la mujer puede interrumpir voluntariamente su embarazo. Reconoce que el aborto existe. Reconoce, de hecho, que la mujer puede no querer tener un hijo. Pero obliga a la desnaturalizada a atravesar un calvario inimaginable que se agrega al ya difícil tránsito del aborto, y la ubica en el lugar de una incapaz, o de una menor de edad que necesita tutela y orientación para tomar decisiones cruciales sobre su propia vida.

Es una gran cosa que el cuerpo legislativo haya pensado en poner a disposición de la mujer un equipo multidisciplinario de consulta. Es una lástima, sin embargo, que equipos tan calificados como para poder indicarle a alguien, en el contexto de una charla, los caminos alternativos que podría tomar su vida, no estén disponibles en otras circunstancias.

Y será bueno, por supuesto, que la mujer que va a abortar pueda consultar a profesionales capacitados y atentos. Pero sería bueno también que no tuviera la obligación de hacerlo. Sería bueno que no se la tratara como una idiota o una irresponsable que no puede decidir por sí misma algo tan importante.

Y sería bueno que los que están tan conmovidos porque perdieron un embarazo, o porque no lo consiguen, o porque creen que en cada embrión hay una parte de la divinidad, entendieran de una vez por todas que sus sentimientos y sus creencias no tienen nada que ver con la ley penal.

El proyecto fue aprobado en Diputados, así que ahora volveremos a pasar por todo de nuevo, cuando tengan que votarlo los senadores. Una vez más podremos disfrutar de los videos de National Geographic, y si hay tiempo y voluntad política podremos oír también testimonios desgarradores (que los hay, y son demasiados) de quienes defienden el derecho a decidir y han acumulado a lo largo de los años cientos de anécdotas espeluznantes que dan cuenta de las consecuencias de la penalización. Al final, probablemente, el proyecto se aprobará. Hay quienes piensan que así el aborto dejará de ser clandestino y pasará a ser un acto médico en condiciones seguras. Ojalá no se equivoquen.

Soledad Platero
2012-09-28T21:49:00

Soledad Platero

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