Revelaciones, aviones y viru viru

Soledad Platero

07.10.2012

Las coincidencias suelen apoyarse en malentendidos. Ignorar esa verdad intrínseca a la coincidencia puede traer, con el tiempo, frustración y resentimiento. Pero mientras el malentendido dura, mientras el aparente milagro de la coincidencia se sostiene, un mundo infinito de ilusiones y proyectos parece disponible.

En estos días somos muchos los que coincidimos, a lo largo y ancho del mundo, en la indignación por esto o por aquello. Indignación por el engaño al que nos someten los políticos, por la basura que nos entregan los medios, por la estafa con que nos atiende la medicina o por la indiferencia con que las diversas instituciones que deberían protegernos asisten a nuestros reclamos. Pero es fácil advertir que ni bien rascamos un poco la superficie de ese enojo, de esa decepción, las razones que unos y otros damos para el desencanto son distintas, y en muchos casos contrarias.

Yo, sin ir más lejos, estoy molesta con la calificación de "viru viru" que nuestro Presidente hace, una y otra vez, de todo conocimiento que no apunte a un objetivo material concreto, cuantificable y verificable. Me molesta, no porque sea su opinión personal (algo que, la verdad sea dicha, me tiene sin cuidado) sino por las consecuencias que puede tener en la asignación de recursos para la educación (después de todo, el Presidente es el Presidente), y sobre todo por las consecuencias que puede tener en la legitimación de un discurso orientado a resolver los problemas prácticos de las grandes empresas inversoras, en lugar de uno interesado en reconocer y valorar el lugar que el pensamiento y la crítica tienen en la construcción de lo social.

No soy la única persona molesta con esa forma chata y pedestre de razonar. El periodista Leonardo Haberkorn, por ejemplo, manifestó su discrepancia con la teoría de Mujica en una entrada reciente de su blog El informante. Allí, luego de exponer acerca de la posición del Presidente sobre el asunto, Haberkorn reitera algo que los periodistas no se cansan de repetir: al poder no le gusta la prensa. O mejor: al poder no le gustan los periodistas. El poder teme y odia a los periodistas, porque los periodistas suelen exponer justamente aquellas cosas que el poder quiere mantener ocultas. Como por ejemplo, que entre el comprador de los Bombardier y el empresario Juan Carlos López Mena hay una relación oscura, aunque no tan oscura como la que hay entre esos dos actores de la escena empresarial privada y varios actores de la escena política pública como el mismísimo ministro de Economía y otras autoridades de gobierno.

Haberkorn se refiere a la foto que un cronista gráfico de El Observador les sacó, durante un almuerzo en un restaurante, a los tres actores mencionados, apenas pasadas algunas horas del exitoso remate que terminó en la venta de los Bombardier. Y se refiere también a los periodistas de radio El Espectador que descubrieron que el tal Antonio Sánchez se llama en realidad Hernán Calvo y es un hombre de confianza de López Mena.

Y sí: la tarea de los periodistas es revelar lo que el poder quiere que permanezca oculto. Sin embargo, hay algo que falta en ese esquema. Por lo menos, hay algo que falta para poder hablar, como habla Haberkorn, de un "triunfo del viru viru".

Digamos que es posible entender como un triunfo que algo sea revelado a través de una fotografía (si es que tal cosa es posible, porque sabido es que la imagen miente, y que una fotografía sin contexto difícilmente pueda ir más allá de la mera mostración desnuda: un golpe a la sensibilidad, sin relato y sin lenguaje), y que también es un triunfo de la prensa descubrir un chanchullo y hacerlo público.

Ahora ya sabemos que hay algo entre López Mena, el falso Sr. Sánchez y el ministro de Economía. Lo que seguimos sin saber es qué es lo que hay. Porque aunque descubriéramos que hay un negociado turbio en la mosqueta de los aviones, y aunque descubriéramos (no lo quiera el Altísimo) que alguien se está llevando una tajada en ese pastel a costa de los uruguayos, seguiríamos sin saber, o sin haber dicho, lo más importante. Seguiríamos sin haber mencionado el asunto de que, tal como están las cosas, las grandes empresas hacen lo que quieren, y nosotros no podemos hacer nada, porque nos hemos quedado sin el lenguaje en el que podíamos postular eso como una injusticia estructural, o como un delito contra la idea misma de Justicia o de Razón.

Una vez que aceptamos la legitimidad del mercado y el capital como el sustento de todo intercambio social; una vez que asumimos que en nombre del desarrollo, o del progreso, o de algunos puntos más en la nota que nos ponen las calificadoras de riesgo vamos a dejar que las empresas nos digan qué tipo de operarios necesitan, que materia prima les tenemos que facilitar y qué carreteras tenemos que asfaltarles para que se la lleven, ya no queda mucho por hacer.

Suponer, por ejemplo, que lo de los aviones se explica porque Fulano y Mengano se llevan una tajada, sería de una cortedad inconcebible. Lo de los aviones se explica porque es un negocio. Y punto. Está muy bien lo de la conectividad, lo de la bandera y lo de cuidar el pasivo, pero si la empresa no quiere hacerse cargo de los trabajadores, no lo hace y punto. Y hará lo mismo que hizo la empresa del reverendo Moon: dirá que puede quedarse con una parte, pero el resto será considerado excedentario y chau Pinela. Y hará lo mismo Aratirí, como UPM y como cualquier empresa cuyo fin es, lisa y llanamente, el lucro. Y mientras hacen eso podrán, cómo no, construir y cuidar placitas, donar un peso para los niños prematuros, imprimir camisetas para tal o cual evento benéfico y hasta poner plata para el Plan Juntos. Pero en la ecuación de su economía el trabajador no será nunca algo distinto de un costo que hay que tratar de mantener en el mínimo. No creo estar descubriendo el microbio, ni me parece que a estas alturas, con lo que está pasando en el mundo desarrollado, alguien pueda pensar que lo que digo es una exageración surgida del manantial de la nostalgia.

Por eso, creer que el periodismo, entendido como un mero revelador de datos ocultos, pueda ganarle alguna batalla al presente estado de cosas, me parece ingenuo. El periodismo, entendido así, como un desenterrador de huesos, no se diferencia mucho de cualquier disciplina científica aplicada, del tipo de las que el Presidente suele ponderar: observa, busca, verifica, expone. En todo caso, es en el objeto sobre el que se detiene que está la diferencia.

Pero el resultado es incompleto, porque para decir algo del mundo, para tener algo como un discurso razonable sobre la realidad, hace falta algo más que la mera exposición de hechos. Hace falta una hipótesis sobre las relaciones entre los hechos. Y no hablo de las relaciones entre el actor A y el actor B, sino de las relaciones entre el escenario delimitado por los relaciones entre esos actores, por un lado, y la vida de las personas, por otro. Las preguntas que deberíamos hacernos -además, por supuesto, de preguntarnos por los vínculos entre A y B- deberían orientarse a pensar, nuevamente, en la relación estructural que hay entre lo que el capital hace y lo que le pasa a mí vida a partir de lo que el capital hace. Y por cierto: cuando digo "mi vida" no hablo de la vida mía, sino de la vida de las personas que indefectiblemente se verán afectadas por lo que el capital hace. O sea, la mayoría de las personas. Y no porque me saquen un peso más en los impuestos, sino porque lo que yo tengo para ofrecer, que es mi capacidad de trabajo, debe tener un valor tendiente a cero en el esquema de negocios que les permite crecer y llenarse la boca de palabras como desarrollo, innovación o progreso. Para pensar en eso sirve el viru viru. Y todo lo demás es literatura.

Soledad Platero
2012-10-07T17:43:00

Soledad Platero

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