Fuego amigo en el Marconi

Soledad Platero

18.10.2012

En un nuevo hito en la historia de la protección policial a los habitantes del barrio Marconi —barrio en el que mucha gente, como se sabe, marca tarjeta— un joven de 25 años murió de un balazo. La bala fue disparada por la policía, y fue también la policía la que abandonó al herido a su suerte y lo dejó desangrarse en la calle.

A algunos días del hecho, ya no quedan dudas respecto al origen policial del disparo que mató a Álvaro Nicolás Sosa Gutiérrez -el joven para el que se aplica aquella vieja expresión que reza "mal momento, mal lugar". Lo que sigue sin saberse es cuál de los cinco efectivos que estaban en medio del asunto fue el autor del disparo. Mientras eso se aclara, todos están en calidad de emplazados, pero ninguno está preso.

No suele ocurrir que la justicia deje en libertad a los presuntos autores de una muerte hasta que su culpa es probada, pero en este caso, tal vez porque se trata de servidores de la Ley, la presunción de inocencia se aplicó a rajatabla. Raro, considerando que aunque sólo uno haya sido el que acertó en el cuerpo de Sosa, todos lo dejaron ahí tirado hasta que murió. Pero así está el mundo, amigos.

Álvaro Sosa no era uno de esos que marcan tarjeta. Era un joven pastabasero que estaba en ese momento requechando basura en los contenedores. Tal vez esa infortunada circunstancia -la de no ser uno de los que marcan tarjeta, la de no ser un estudiante, o un joven y promisorio emprendedor- haya determinado que la protección policial no lo alcanzara. Lo que hay que pensar ahora es qué circunstancia determinó que la protección policial lo matara. Veamos.

Muchos han dicho, y no les falta razón, que la muerte de Álvaro Sosa, así como el cerco policial que se levantó en torno al barrio luego de los incidentes en los que dos taxis fueron prendidos fuego, se sustentan en la naturalización de los prejuicios contra los pobres. Algo así como el reinado definitivo de la idea de que quienes viven en la pobreza y la marginalidad son personas inclinadas a la vagancia y a la mendicidad -cuando no directamente a la delincuencia- y que lo único que cabe hacer por ellos es mantenerlos a raya para que no contaminen al resto. Claro que estas cosas no son dichas en voz alta por los actores públicos (sí son dichas a los gritos y sin prurito alguno por las masas enardecidas a través de comentarios anónimos en redes sociales y sitios web de prensa), pero hay muchas maneras de expresar la idea de que por los pobres ya se está haciendo más de lo necesario y que bien podríamos, de una vez por todas, ocuparnos de la clase media, que es la que trabaja, aporta y carga con todo el resto, hacia arriba y hacia abajo.

Sin embargo, ese prejuicio tan extendido en torno a los pobres no es suficiente para explicar las medidas de vigilancia y represión que, sin prisa y sin pausa, van colándose por todas las grietas del entramado social (aprovechando, claro, que esas grietas son cada vez más grandes).

Hace alrededor de un mes el Poder Ejecutivo aprobó un decreto que declara que la sífilis congénita es un "riesgo para la salud colectiva" y un "peligro público", por lo que se dispone la obligatoriedad del tratamiento de la infectada, pero además se obliga a ésta a revelar "la identidad y paradero de su pareja sexual a efectos de realizar su tratamiento". En caso de que "la enferma" se niegue a brindar esta información, las autoridades sanitarias deberán proceder a la denuncia policial para que se desplieguen los mecanismos de búsqueda y captura que permitan dar con su compañero sexual para obligarlo a recibir tratamiento.

El decreto, por supuesto, se justifica por la comprobación empírica de que muchas embarazadas que reciben tratamiento y se curan, vuelven a infectarse durante la gestación por la sencilla razón de que mantienen relaciones con hombres infectados. Eso, además de tener un alto costo económico para el Estado, tiene como consecuencia el nacimiento de niños con sífilis congénita, y es éste, precisamente, el punto que se busca evitar.

Como suele ocurrir -en este mundo cada vez más territorial y regido por las formas obsesivas de la biopolítica-, el control, la persecución y la criminalización tienen lugar bajo la forma laxa de la protección de la vida. Las personas, en ese esquema, no son personas. Son casos, o ejemplares, o pacientes. Pueden ser aludidos, en casos extremos como el de este decreto, como "la enferma" o "la infectada", pero aun sin llegar a esa crudeza descriptiva el sentido es el mismo: se trata de individuos en peligro, que son, además, un peligro público.

Es en el ámbito de la salud en donde la metáfora territorial se ve con más claridad. Esto no es nuevo y ya ha sido señalado con acierto por la filosofía y las ciencias sociales desde hace décadas. El cuerpo es un territorio en constante amenaza, y todo mecanismo desplegado para protegerlo es poco. Y esto no es mera retórica: digo que todo mecanismo de protección está condenado a ser insuficiente, porque siempre estará condenado al caso a caso, a la circunstancia concreta: el decreto que protege a los recién nacidos de la sífilis no puede hacer nada para evitar otros riesgos relacionados con otras causas, así que, en caso de ser necesario, habrá que legislar para cada una de esas causas.

Y acá es que se arma lío, porque a la imposición de la lógica territorial y biopolítica sustentada en criterios prácticos debe articulársele una retórica respetuosa de los derechos universales y las grandes conquistas políticas, así que ocurren cosas como las que quedaron en evidencia cuando la famosa discusión en torno a la internación compulsiva: por un lado hay una clara intención de meter del forro para adentro a los pastabaseros que duermen en la calle; por otro hay una necesidad retórica de no decir abiertamente que se va a tomar una medida orientada a limpiar las calles de pastabaseros menesterosos.

Con la discusión en torno al aborto, o al matrimonio igualitario, o a los derechos de adopción para las parejas del mismo sexo pasa algo parecido: casi nadie se atreve a decir que en realidad lo que hay que evitar es que las mujeres hagan lo que se les canta y que esto sea un viva la pepa. O que, al fin y al cabo, las mujeres están hechas para ser madres y por lo tanto deben aceptar ese destino como vestales fértiles. Y que los que no quieren procrear como Dios manda, lo que tienen que hacer es tener la decencia de jugar callados y no andar pidiendo cosas que son para las familias bien constituidas.

No son pocos los militantes de izquierda que bromean con el rifle sanitario. No son pocos los que dicen -siempre en el ámbito privado o bajo la protección del semi anonimato de las redes sociales- que si seguimos con todo esto de los derechos igualitarios corremos el riesgo de la extinción de la especie. No son pocos los que se callan la boca ante un hecho como la muerte de un joven en un tiroteo, a manos de la policía, porque resulta que en ese barrio hay un montón de malvivientes (daño colateral se le llama a eso en las películas bélicas).

Sin embargo, aunque esa visión pragmática y teñida de un horror sagrado a las catástrofes (la extinción de la especie, las infecciones, la invasión de los marcianos o de las hordas famélicas que bajan del Cerro) atraviesa todo el espectro político, todavía hay como una vergüencita a la hora de enunciar claramente esas cosas. Así, grandes conceptos como "vida", "salud" o "seguridad" vienen en nuestro auxilio, y podemos seguir hablando de derechos universales a costa de atropellarlos caso a caso por razones higiénicas, profilácticas o de gestión.

Y claro, los primeros en sentir esos embates son siempre los más pobres. Ellos están más expuestos a todos los males, y por lo tanto están en riesgo permanente de iatrogenia. Fue pensando en la protección de los que vivían "lejos de la costa" que se implementaron los operativos de saturación. Es en nombre de la seguridad colectiva que se despliegan procedimientos policiales de retén y de cacheo. Las muertes causadas por la acción policial siempre ocurren en un marco de protección de algo o de alguien, que en el discurso es "la población" o "los vecinos de la zona", y en los hechos es la propiedad privada en sí misma, bajada a tierra en el auto, el comercio o la cartera de alguien.

Pero el problema no es sólo la distancia entre la retórica y la pragmática (entre el discurso y los hechos, digamos) sino la cada vez más escasa capacidad de prestar atención a esa distancia. La renuncia de los sectores "progresistas" a revisar sus enunciados y sus postulados retóricos a la luz de sus miedos y sus reclamos de orden práctico. Y el horror a hacer lo contrario: someter sus reclamos prácticos a la despiadada confrontación con el discurso que en verdad los representa.

En estos casos, cuando las palabras no dan cuenta de los hechos, cuando no alcanzan para sacar a la mera vida de la mecánica pura de la biología y ponerla en la complicada sintaxis de los vínculos sociales, tienden a generalizarse desbordes como el del Marconi: un muchacho cae muerto por la policía y seis o siete niños prenden fuego unos taxis. Hechos puros. Estallidos de violencia en un paisaje devastado. Habrá que pedirle a alguien que empiece a limpiar.

Soledad Platero
2012-10-18T17:33:00

Soledad Platero

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