La pública felicidad y la acción afirmativa

Soledad Platero

28.10.2012

Una polémica que tal vez no tomó el estado público que merece se desató recientemente a partir de la crítica realizada por Hoenir Sarthou en el semanario Voces a dos proyectos de ley que intentan compensar injusticias sociales mediante normas específicas de reparación a los sectores históricamente más desfavorecidos.

Uno de los proyectos mencionados establece que los llamados a ocupar cargos en organismos públicos deben contemplar una reserva de cupos para sectores de la población que, por lo general, tienen dificultades de acceso al trabajo (50% de los puestos para mujeres jóvenes, 8% para afrodescendientes, 3% para discapacitados y 2% para "personas trans"), mientras que el otro limita el beneficio a un solo grupo, estableciendo que el Estado debe reservar el 8% de sus vacantes laborales para personas afrodescendientes.

Pasaré por alto las observaciones que muchos han hecho acerca de las dificultades para certificar la pertenencia a alguno de estos grupos (en Estados Unidos las políticas de discriminación tenían la sensatez pragmática de haber resuelto ese problema sin sombra de duda mediante el claro establecimiento de los porcentajes de sangre negra suficientes para que un individuo fuera considerado negro, mediante lo que se conoció popularmente como "la regla de una gota".) y trataré de evitar la tentación de preguntar si los beneficios son acumulativos (¿mujer y afrodescendiente vale doble? ¿me habilitaría a aspirar a un puesto en cualquiera de los nichos o hay una escala que establece si antes que mujer, soy negra, o al revés? ¿y si fuera mujer, negra y discapacitada?).

Digo que pretendo pasar por alto esos detalles prácticos precisamente por eso: porque son detalles, y como tales adolecen del mismo problema que quisiera destacar, y que no es  otro que la fascinación por lo singular concreto que atraviesa a nuestro máximo órgano legislativo (con ayuda, claro está, de las iniciativas del Ejecutivo). En los últimos meses, el Parlamento aprobó, o presentó para su aprobación, proyectos de Ley que establecen cuestiones tan disímiles como el cambio de fecha de las elecciones internas de los partidos políticos (para que no coincidan con el mundial de fútbol), cambios imprescindibles en la alimentación de los escolares (el texto incluye la prohibición de dejar saleros al alcance de los niños), la obligación de las mujeres embarazadas infectadas de sífilis de proporcionar los nombres y datos de contacto de sus compañeros sexuales a efectos de que éstos sean tratados (y en caso de que la mujer se niegue a dar los datos, la indicación de que actúen la justicia y la fuerza pública hasta dar con el enfermo) y éstas de las que hablé más arriba, que entran dentro de lo que se conoce como "políticas de acción afirmativa".

Lejos están los días en que el Parlamento era el lugar de los grandes debates políticos y filosóficos que precedían a la aprobación de las leyes. Vivimos el tiempo del simulacro, y eso son hoy los debates en el Parlamento: repetición de muletillas intercaladas con frases escritas a las apuradas para ser enviadas por Twitter, mientras se aprueban, o no, normas prácticas que establecen remiendos más o menos eficaces en el deshilachado tejido social. Claro que algunos defienden este giro de las cosas: en estos días parece mejor tomar medidas prácticas, negociar los votos para que sean aprobadas y olvidar la cháchara en torno a cuestiones pretenciosamente universales como la Igualdad o la Justicia.

Lo que se perdió en el camino es precisamente la vocación de Justicia. La aspiración social de Igualdad. O mejor, la demanda social, a través del discurso público, de Igualdad y Justicia. Olvidados los grandes relatos de emancipación que advertían acerca de la injusticia inherente al sistema, toman su lugar las medidas concretas y singulares que retocan acá o allá, que compensan la miseria histórica de algunos sectores con el descuento de diversos porcentajes en los precios de productos adquiridos a través del sistema bancario, que proponen cupos de esto o aquello para acomodar las cifras que muestran la inequidad flagrante entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre blancos y negros.

Digámoslo así: que un Gobierno tome medidas prácticas para corregir un abuso del mercado, o de la sociedad patriarcal, o del eurocentrismo, no es descabellado. Desde el momento mismo en que se asume que "gobierno" equivale a "gestión", lo menos que podemos pedir es que la gestión compense, hasta donde sea posible, las inequidades creadas por el mercado, o el patriarcado o lo que sea. Pero el lugar de la Política, o del pensamiento político, es precisamente enunciar las trampas de ese recurso. Observar su incapacidad intrínseca de cambiar el sistema que crea la injusticia. Exigir que las demandas vuelvan a tener pretensiones de universalidad, porque sólo desde una pretensión universal de Verdad se pueden decir cosas como Libertad, Justicia o Igualdad.

Los proyectos de Ley de los que hablábamos al principio (que serán aprobados, seguramente, aunque otra cosa será luego verificar su cumplimiento entre tantas previsibles escaramuzas burocráticas) tienen muchos defectos prácticos que han sido mencionados por varias personas, y tienen a su favor, tal como han manifestado quienes los defienden, el hecho de constituir "un paso más" en el empedrado camino de poner a algunos muy desfavorecidos en la ruta de los no tan desfavorecidos. Pero no pueden dejar de ser lo que son: medidas paliativas en el panorama desolador de una enfermedad terminal.

Y si no, vean lo que pasó con la ley que despenaliza el aborto: un diputado en representación de sí mismo (insisto: un solo voto en la Cámara; el voto de un diputado que no cuenta ni siquiera con el respaldo de su Partido en esa votación) logró que la despenalización del aborto durante las primeras doce semanas de gestación haya salido al precio de humillar a la mujer que va a abortar y de instalar, una vez más, la idea de que las mujeres requieren tutela porque no cuentan con la madurez ni con la sensatez suficientes para tomar decisiones sobre sus propias vidas. La minoría absoluta representada por el voto de ese diputado se impuso por sobre las exigencias de las mujeres que durante años exigieron respeto a su derecho a decidir. Se impuso por sobre la mayoría absoluta de votos que debería haber asegurado el Partido de gobierno. Y se impuso, sobre todo, por encima de la cuestión de que las mujeres no son cuerpos a preservar, o usinas reproductivas, o nenas bobas, sino sujetos políticos capaces de evaluar sus condiciones de vida, sus proyectos y sus aspiraciones. Capaces de decidir, aunque esa decisión sea considerada inmoral o inconveniente o desagradable por unos pocos o por unos cuantos. Se impuso al precio de la infantilización de la mujer.

Las acciones afirmativas son siempre infantilizadoras. Son medidas paternalistas (no importa, en este caso, que sus motivos anclen en realidades lacerantes) que tienden a la protección de alguien percibido como más débil, con el objetivo de ayudarlo a dar los primeros pasos. Y sí, son necesarias a veces. Pero la generalización de la práctica de las medidas compensatorias, el desplazamiento de la lucha política desde el lugar de los reclamos revolucionarios hacia el de las prácticas reparatorias muestra un retroceso preocupante en la cultura política de una sociedad. Y no es el Gobierno, probablemente, el que está en falta. Es la sociedad. Somos nosotros. Somos los que constituimos, de manera más activa o más pasiva, eso que algunos llaman "la opinión pública". Porque los gobiernos están ahí para hacer cosas, y los ciudadanos estamos aquí para pensar en esas cosas, para ponerlas en su gramática social, para revisar sus presupuestos y sus condiciones de enunciación y para decir, llegado el caso, que no queremos que nos den gato por liebre.

Soledad Platero
2012-10-28T12:50:00

Soledad Platero

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