La educación y las tabletas que cayeron del cielo.

Soledad Platero

30.11.2012

Como parte de un experimento concebido por el proyecto One Laptop per Child (el mismo que inspiró nuestro Plan Ceibal) niños etíopes analfabetos recibieron tabletas (computadoras planas) dentro de cajas cerradas. En cinco meses, según dice la prensa, “habían logrado usar 47 aplicaciones diarias” y “dos semanas más tarde cantaban canciones en inglés”.

La nota de prensa que da cuenta de este milagro es precisa en cuanto a los tiempos requeridos por los pequeños ágrafos para dominar la herramienta tecnológica: uno de ellos había descubierto cómo encenderla a los cuatro minutos de recibir la caja cerrada. A los cinco días, cada uno utilizaba "una media de 47 aplicaciones por día" y tras dos semanas "cantaban canciones en inglés". Pero para mayor maravilla, a los cinco meses lograron "hackear Android" (un sistema operativo de código abierto para dispositivos móviles con pantalla táctil) y personalizar el escritorio, a pesar de que los programadores habían instalado un software para evitar que lo hicieran.

Los investigadores de la organización fundada por Nicholas Negroponte concluyeron así -imagino que con sorpresa y satisfacción- que los seres humanos son capaces de encontrar usos para herramientas desconocidas cuando éstas caen en sus manos. Algo que ya había sugerido con bastante gracia y poca corrección política el filme Los dioses deben estar locos (Jamie Uys, 1980), en la inolvidable escena de la botella de coca cola que cae del cielo en medio de una aldea bosquimana.

Más serios que Uys, los investigadores de One Laptop Per Child se congratularon de descubrir nuevamente el microbio y anunciaron lo que todo el mundo sabe desde hace miles de años: los niños están dotados de una curiosidad y un espíritu de descubrimiento que hacen posible el aprendizaje, incluso en contextos alejados de cualquier sistema educativo formal.

Lo que no dice la buena nueva esparcida por Negroponte y sus acólitos es que las habilidades desarrolladas por los niños con la tableta (encenderla y apagarla, encontrar los archivos con canciones en inglés, repetir las canciones, desbloquear aplicaciones bloqueadas, ingresar a contenidos remotos, etc.) no son otra cosa que el despliegue de las posibilidades que están contenidas en la herramienta. Algo que también hacían los bosquimanos de la película de Uys cuando usaban la botella como palote de amasar, como instrumento musical o como martillo, sin tener la menor idea de lo que era una coca cola.

Lo interesante de esta noticia, entonces, no es que permite probar, una vez más, que el ser humano (en especial de niño) es por naturaleza curioso y creativo. Lo interesante es cómo se saca de esa comprobación la conclusión aberrante de que las personas no requieren contextos formales de aprendizaje para aprender. O de que las instituciones educativas son apenas dispositivos retardatarios de la natural habilidad humana para sacar de las herramientas todo lo necesario para la vida.

Cuenta la leyenda que el astuto Rockefeller regaló lámparas de queroseno a millares de campesinos chinos, con la única finalidad de asegurarse un amplio mercado de compradores de ese combustible para las próximas décadas. (Menos admirados por los teóricos del mercadeo, los vendedores de droga, se dice, también practican la sagrada instrucción que abre de par en par las puertas de la demanda: la primera te la regalan, la segunda te la venden.)

Viéndolo desde ese punto de vista (el de crear una necesidad empezando por el lugar en el que más remotas parecen sus posibilidades de arraigo), el experimento de los Negroponte boys no es original ni mucho menos. Consiste, sencillamente, en entregar gratuitamente algo, para que en poco tiempo se torne deseable o se vuelva imprescindible. Sólo esa manganeta disfrazada de desafío epistemológico puede explicar que un instituto como el MIT, lleno de los más brillantes cerebros científicos y técnicos de nuestros días, necesite llevar a la práctica un experimento tan burdo como el de Etiopía para demostrar que el ser humano se distingue de los demás animales por su capacidad de descubrir, probar y resolver problemas en situaciones inesperadas.

El asunto, entonces, con el experimento de las tabletas que cayeron del cielo, es que no prueba nada, pero simula probar algo revolucionario: los docentes y las escuelas pertenecen al pasado; forman parte de maneras anquilosadas e inútiles de concebir el proceso educativo, y bien podrían ser sustituidos por dispositivos electrónicos capaces de albergar mucha más sabiduría (entendida como amontonamiento de contenidos) que la que podría ofrecer a sus alumnos el más calificado de los docentes.

Y acá es que nos damos de frente contra un problema de difícil resolución: defender la modalidad maestro-alumnos (el modelo tradicional del aula, digamos) es algo que sólo puede hacerse desde la mezquina pretensión que las instituciones tienen de reproducirse a sí mismas y de evitar que los sujetos del aprendizaje se transformen en individuos más competentes y más listos que sus maestros. Parecería que insistir en la necesidad de un maestro y de un encuadre educativo supone desconocer el hecho de que la asimetría obligada entre maestro y alumno opera como freno natural para la tan ansiada igualdad entre los seres humanos (igualdad de posibilidades, por cierto, que no uniformidad de logros).

Lejos estoy de poder enunciar cuál sería la fórmula salvadora para la educación, en tiempos en que se espera de educandos y educadores la obtención de logros cuantificables, que a su vez operarán en las metas cuantificables que los países deben alcanzar para integrarse en posiciones más o menos ventajosas en los rankings de organismos multilaterales de cooperación, agencias calificadoras de deuda o entidades bancarias internacionales (las famosas pruebas PISA, como tal vez algunos sepan, son llevadas a cabo por la OCDE, la misma que nos sugirió transparencia financiera y prácticas de buena vecindad fiscal). Sin embargo, se me ocurre que la atolondrada celebración de la inteligencia natural de los seres humanos no alfabetizados, probada mediante el sistema de entregarles una herramienta tecnológica que podrán usar aunque no sepan para qué, está lejos de constituir el camino que nos llevará aceitadamente hacia una sociedad más igualitaria y más justa. Para empezar, porque ni "justo" ni "igualitario" son conceptos que puedan ser introducidos en el horizonte de problemas de nadie a partir de la mera entrega de una herramienta, sea cual sea. La idea de Justicia, como la de Igualdad, o la de Bien, surgen de la superación del orden elemental de la solución de problemas prácticos, y requieren una forma de reflexión que tiene poco que ver con resolver un desafío técnico del orden que sea.

Soledad Platero
2012-11-30T13:29:00

Soledad Platero

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