La cara lumpen del nuevo uruguayo

Soledad Platero

17.12.2012

La brutal agresión a una joven a la salida de un boliche, la muerte de otra por disparos originados en un enfrentamiento entre hinchadas rivales, y el episodio del joven de Paysandú que disparó dentro de una mutualista han dejado a todo el mundo de boca abierta.

Claro que los tres hechos son distintos en varios aspectos: la joven afrodescendiente golpeada en la puerta de Azabache fue insultada por las agresoras -que hicieron referencia directa a su color de piel y a su cabello-, mientras que la joven que murió en su casa fue, según se sabe hasta el momento, una víctima accidental de la violencia desatada entre bandas rivales. Y, por supuesto, el ataque sin víctimas del joven de Paysandú parece ser consecuencia de un delirio.

Sin embargo, los tres episodios tienen en común -además, obviamente, de la violencia exasperada e irracional que muestran- el hecho de dar cuenta de una legitimación social de las manifestaciones violentas, de la patoteada y del pasaje al acto.

Nadie intervino, aparentemente, mientras Tania Ramírez era golpeada por cinco mujeres que la tiraron al suelo y le pegaron hasta causarle heridas que la obligarán a permanecer un mes en reposo. ¿Habrían intervenido si la caída hubiese sido una joven blanca? No. No nos engañemos. Nadie habría hecho nada, tampoco, si la joven hubiese tenido otro color de piel, o el pelo lacio. Y es seguro que si hubiera sido blanca no la hubiesen provocado con comentarios racistas, pero es probable que la pelea se hubiese desatado de todos modos, con algún otro detonante, porque cinco mujeres en ese estado de enajenación no son un comando del Ku Klux Klan: son una banda de lúmpenes acostumbradas a la violencia en un mundo que cada vez promueve más la patoteada, la fofoca y la irrupción de la violencia privada en el escenario público.

La joven que murió en su casa, luego de asomarse al balcón para ver qué escándalo era el que se sentía desde la calle, no tenía nada que ver en el lío que involucraba a otra manga de enajenados hinchas de básquetbol. Murió por estar ahí en el momento en que estos energúmenos medían sus fuerzas.

El jovencito que arrancó a los tiros en Comepa no hirió a nadie. Según dicen, dio varias explicaciones para lo que había hecho. Una de ellas fue que quería imitar al asesino de Newtown (y otra fue que trabajaba para Al Qaeda). No mató a nadie, por suerte, pero disparó tres veces y consideró de lo más normal justificar su acto en hechos de pública notoriedad como la masacre de Newtown o los ataques perpetrados por Al Qaeda.

Es extraño que todos nos horroricemos por la facilidad con que las personas pasan al acto pero no nos preguntemos qué relación hay entre eso y la violencia estructural a la que estamos sometidos en la sociedad de híper consumo en la que vivimos. Es extraño que a nadie le llame la atención que un mundo en el que se estimulan constantemente la competencia, la libre empresa, la velocidad y la superación personal tenga como correlato personas cada vez menos capaces de controlarse, menos interesadas en entender y respetar a los demás y menos orientadas a mantener sus vidas dentro de los más básicos parámetros de civismo.

Ahora podemos (y debemos, y lo haremos) manifestar contra el racismo, pero es poco probable que la condena, por masiva que sea, tenga la capacidad de penetrar la frágil estructura síquica de personas completamente volcadas al desafío, el abuso y la manifestación física de sus prejuicios y sus temores. Porque una cosa es reclamar contra el racismo instalado en la sociedad y legitimado por el Estado (lo que los grandes movimientos contra el racismo hicieron para abolir las leyes segregacionistas en todo el mundo) y otra cosa muy distinta es reclamarle algo a esa cosa invertebrada y fofa que es la violencia agazapada en los más diversos rincones de lo social.

Es en estos casos, supongo, que se hace necesario levantar una vez más la bandera del lenguaje: esa herramienta que permite pensar y poner en una estructura conceptual cosas como la injusticia, la violencia, el abuso, la impunidad y, por supuesto, el racismo. Porque marchar es necesario, pero en un mundo volcado masivamente al acting siempre se corre el riesgo de estar saturando la escena de color y de rabia, de descarga y emoción, sin conseguir con eso que una sola cosa se mueva de su sitio.

 

Soledad Platero
2012-12-17T18:21:00

Soledad Platero

UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias