Trasladaron a Mariana Mota
Soledad Platero
18.02.2013
Trasladaron a la jueza Mariana Mota desde el ámbito de lo Penal al de lo Civil, y se teme que ese movimiento en el tablero pueda significar un retroceso en las investigaciones en el marco de las causas que ella llevaba. Pero también se cree que ese movimiento es un castigo a Mariana Mota, y un mensaje a quienes se han empecinado en dar con los responsables de ciertos delitos y en someterlos a la Justicia.
Se presume también que el próximo paso de la Suprema Corte de Justicia será declarar inconstitucional la ley 18.831, conocida como "interpretativa de la ley de caducidad", y que restablece 'el pleno ejercicio de la pretensión punitiva del Estado para los delitos cometidos en aplicación del terrorismo de Estado hasta el 1º de marzo de 1985, comprendidos en el artículo 1º de la Ley Nº 15.848, de 22 de diciembre de 1986', es decir, evita la prescripción de los crímenes cometidos en el marco del terrorismo de Estado.
No sería la primera vez que un movimiento orientado a sacar de en medio a una persona ocurre para facilitar otro orientado a establecer un marco jurídico general. Recuerdo una vez, en especial, sólo que en aquella oportunidad la manganeta fue del Poder Legislativo, y no del Judicial. En ocasión de votarse, precisamente, la ley 15.848 (llamada "de caducidad de la pretensión punitiva del Estado") , dos días antes de la Nochebuena de 1986, el Senado votó la expulsión del senador José Germán Araujo y aprobó, inmediatamente, la ley que consagraba la impunidad.
La ley 15.848 se iba a aprobar de todos modos, con o sin Araujo en el Senado. Evidentemente, la inconstitucionalidad de la ley 18.831 también puede ser declarada independientemente del lugar que ocupe la jueza Mota en el sistema. Sin embargo, hay un mensaje corporativo poderoso detrás de movimientos como esos en los que personas físicas (y sus correspondientes investiduras) reciben sobre sí todo el peso de la institución a la que pertenecen. Y hay un riesgo enorme, incalculable, en caer en esa trampa.
La pregunta, como siempre, es por qué caemos, una y otra vez, en esa trampa. Me explico: por qué, ante un traslado inconsulto, arbitrario y hasta desafiante (pero legal) como el de Mariana Mota, la reacción de las organizaciones civiles es, antes que nada, de indignación, de dolor y de decepción (habrá, del otro lado, supongo, reacciones equivalentes de alivio o hasta de alegría) ad hominem, con la consecuencia inevitable de pedir la cabeza de los ejecutores de la orden infame. Sé que preguntándome esto me meto en camisa de once varas, porque en materia de dolor es difícil llamar a la cordura y a la serenidad, y porque desde hace demasiado tiempo la izquierda se ha nucleado (al menos a nivel de sus bases) en torno a un único asunto, y ese asunto es, precisamente, la reivindicación de verdad y justicia en torno a los delitos cometidos por la dictadura. Pero aun a riesgo de ponerme en contra a media humanidad, quisiera hacer notar que hay un peligro muy grande (he dicho esto demasiadas veces, y siempre hay quien cree que soy insensible, o entreverada, o que pongo palos en la rueda) en insistir en el dolor de las víctimas y en hacer de eso la única causa política que se defiende con ardor.
Hablar de justicia desde el lugar de las víctimas (o en su nombre) puede conducir a cosas tan dispares como declarar el perdón para los torturadores (más de un connotado preso político lo ha hecho) o la pena de muerte, o la castración química para los violadores, o la justicia por mano propia, o la instauración de jurados populares para los delitos con más rating.
Cabría preguntarse, más bien, cómo está compuesto el poder judicial (dicho sea de paso, cabría hacerse esa pregunta no sólo por este caso, sino por los miles de casos que se amontonan en los juzgados, y por los miles de presos que esperan años su sentencia, o por las condenas que reciben los maltratadores contumaces, o por tantos otros asuntos que están en esa órbita y que sólo nos ocupan cada tanto, cuando hay una visita del relator de la ONU o cuando una mujer muere de manera especialmente truculenta a manos de quien fue su pareja) y qué mecanismos lo vuelven el único de los poderes del Estado que no debe rendir cuentas a nadie.
Y tal vez nos encontremos con que la Constitución de la República es la que establece esas prerrogativas (y supongo que nos encontraremos, si revisamos, también con los fundamentos filosóficos en que se sustentan esas prerrogativas), o con que los acuerdos políticos (es decir, el sistema político partidario en su conjunto) son responsables, en gran medida, de las consecuencias de ciertas conformaciones específicas en los niveles más altos de la jerarquía judicial.
Y entonces nos tendremos que preguntar si esas cosas son modificables, y cómo. Y antes de largarnos alegremente a reclamar una constituyente, tal vez sería bueno preguntarse qué cosas deben estar consagradas en la Constitución y qué cosas no, porque tampoco se arma una constituyente todos los días, y no se modifica una Constitución, como bien dice Michelle Suárez en una entrevista que le hizo Proyecto Fósforo, sólo con "levantar la manito en el Parlamento".
La izquierda, por lo pronto, está muy lejos, aparentemente, de tener una posición más o menos unificada en torno a la mayoría de los grandes temas que están, ya no en la agenda de una eventual constituyente, sino en el propio programa del Frente Amplio. En torno a los temas "nuevos", como la megaminería, las excenciones impositivas a las grandes inversiones, las zonas francas, los reclamos de las minorías y tantos otros, ni siquiera hay un texto programático que sirva de guía. La única gran cuestión en la que toda la izquierda parece estar de acuerdo (y con notorias diferencias estratégicas -por decirlo dulcemente- en cuanto a su tratamiento) es el de los Derechos Humanos. Y eso siempre y cuando se entienda por "derechos humanos" a los que fueron afectados por la dictadura o, desde hace muy poco, a los que tienen que ver con figuras como la discriminación o el acoso (ambos conceptos mucho más repetidos de manera ritual y formulaica que pensados y analizados en profundidad por la sociedad en general).
El peligro, entonces, es que la indignación (única cosa de la que parecemos capaces últimamente) nos precipite en el camino fácil de rechazar, ya no sólo la Política (a través de la muletilla de que son todos unos chantas, confundiendo lo político con "los políticos") sino también la Justicia, porque no podemos tomar distancia de las circunstancias personales y de los nombres propios: la jueza Mota, la Tota Quinteros, el Ñato Fernández Huidobro.
Una vez más, el asunto está entre la emoción y la reflexión. Entre la catarsis y el compromiso analítico. Entre la indignación y el pensamiento político.
Soledad Platero
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias