CUARTA ENTREGA.
Microcuentos. Cuarta entrega. Autores Varios.
12.10.2023
MONTEVIDEO (Uypress) - Publicamos, por orden de llegada, la cuarta entrega de microcuentos. Les recordamos a los lectores que podrán hacer llegar sus textos al mail uypressmicrocuentos@gmail.com con sus textos con pocas líneas, una frase, un relato. No existe un límite mínimo, lo máximo que puede tener cada cuento son mil quinientos caracteres con espacios incluidos.
Autora: Aelita Moreira Viñas
El yoga perdido
En el club de barrio se practicaba el yoga aunque cada vez los iba marginando más y más. Dedicándoles lugares incómodos, fríos y oscuros. Uno de ellos era un espacio próximo a la cancha de básquetbol con sus sonidos apabullantes de la tribuna, los pitazos de los jueces, dos por tres se colaba algún despistado en el salón. Un suelo de baldosas frías en la que desplegaban unas alfombras de fieltro verde bastante deteriorado. No faltó tampoco el mozo con vasos de wiski para directivos del club que pasaba entre los practicantes. A través de múltiples gestiones lograron que les colocaran una estufa que carecía de combustible la mayoría de las veces.
Los directivos decidieron desplazarlos para instalar una sala de boxeo, y cualquier ejercicio que fuera de tonificar el cuerpo, de parecerse a esos modelos de perfumes, cremas exóticas era la modernidad líquida. El ying/yang cayó derrotado por los deportes como el fitness, zumba, aerobox, ciclismo indoor, entre otros.
Quedaron aquellos desdichados sin salón, y sin perspectiva. ¿Qué otra cosa les quedaba que practicar el desapego, el desprendimiento y la concentración,? trabajaban con ahínco su concentrada meditación.
Fue así que en una de sus últimas clases pasaron a otro plano astral, no fue voluntario ni premeditados: vagaron entre nubes y casas, procurando encontrar un lugar donde asentarse. Como Margarita en la novela de Bulgákov, flotaron en el aire decidieron quedarse en el espacio astral. Lo curioso fue, que en el club nadie se dio cuenta del hecho.
Autora: Gladys Parodi
El hombre que se metamorfoseó en monstruo
El odio lo carcomió desde muy joven al ser rechazado, en reiteradas oportunidades como pintor por un jurado judío.
Su mente mesiánica, dentro de su físico escaso pero recio, volcó toda su furiosa energía en el crimen horroroso y sistemático de todo un pueblo.
Adolf Hitler, el hombre que se metamorfoseó en monstruo.
Verde y oro
Entró, desprejuiciada y feliz, por la ventana que da al jardín. Aleteaba. Eran dos trocitos de sol invadiendo el aire de mi cocina con su gracia atrevida.
Se posó en el asa de la caldera de cobre. Unió sus alas y se transformó en un pequeño triángulo de oro, tembloroso, infinitamente frágil. No quise aproximarme para no espantarla. Permaneció allí, inmóvil, como yo al contemplarla.
Mi gato entró olfateando un juguete nuevo y fijó en ella sus ojos verdes; sólo sus bigotes temblaban de placer anticipado.
Se agazapó dispuesto al salto. Yo atiné a extender mi mano para privarlo de su presa que huyó por la ventana dejándome en mi transparente soledad, perfumada de canela y tomillo.
Una caricia de piel, suave y sinuosa, me rozó la pierna. Creí entender:
"No te preocupes, Gloria, yo te quiero igual.
Autor: Ronaldo Cunha Dias
Cuando era niño, gustaba contemplar las estrellas.
De adulto, se dedicó a estudiarlos.
Hoy, vive en uno de ellos.
Autor: Juan C. Álvarez
Belleza eterna
Yo la vi y no pude decírselo a nadie.
Es que cada vez que por alguna razón se disparaba el asunto o alguien siquiera insinuaba a nombrarla, el silencio caía como plomo. Las miradas buscaban el desvío e invariablemente terminaban mirando el suelo pero sin verlo.
Pero yo la vi.
No estaba la tradicional música gastada ni el bullicio de los niños o la usualmente alegre multitud. Tampoco estaban los aromas del maíz acaramelado o del carro del manisero. La luz era tenue y aunque claro, el entorno parecía platinado, como en una neblina. Los colores de los carros y de las puertas de entrada y salida del circuito lucían más apagados y gastados que siempre. De tan lúgubre ganaba la sensación de que se habían fundido el juego con la realidad circundante.
Llevaba la clásica indumentaria que incluía, por supuesto, la sonrisa corporativa permanente que requería su trabajo, pero que de alguna manera mostraba falsedad. Falda hasta la rodilla y chaqueta corta ajustada a la cintura que se abría en curva para presentar una figura sinuosa, esbelta podría adivinarse. Pañuelo anudado al cuello y un pequeño sombrero, más una boina, ligeramente caída hacia adelante y un costado. Todo de un color indefinido aunque definitivamente raído. Piel transparente y con rasgos que en algún sentido podrían hablar incluso de belleza.
Se me erizó la piel cuando sonó como desde un túnel, o debo decir desde otra dimensión, la campana que anunciaba que estaba pronto para iniciarse un nuevo viaje.
El muñeco de rasgos diabólicos que simulaba un inspector tras un pequeño mostrador, le daba inicio al movimiento golpeando la campana con un martillo. En un decolorado papel mache que hablaba de la destreza del artesano que la hiciera, el muñeco lucía una sonrisa que, a diferencia de la provocación a la indiferencia de otras veces, esa vez se me antojó sarcástica, enigmática, levemente tenebrosa.
Cuando me volví a verla, ya no estaba. La azafata del Tren Fantasma había ocupado ya su lugar en el vagón al que ya se le abría la puerta a la oscuridad.
Autor: Héctor Musto
Como cada vez, la Luna y la Gorda
El Tipo se despertó, igual que todas las mañanas, a las 7 menos dos minutos, con el zumbido del celular. Tanteó para el costado, por pura costumbre nomás, y como desde hacía tiempo, la Gorda no estaba. Al igual que cada vez que se despertaba, tenía ganas de orinar, a pesar de que había meado a las 4 de la mañana. También, por pura costumbre, se tocó los huevos. Como siempre, estaban ahí, tranquilos. Seguían durmiendo. Prendió la lámpara de la mesa de luz y despacio, mientras se rascaba un ojo y se sacaba una lagaña, se sentó al borde de la cama. Se miró las piernas. Flácidas, peludas. Las pantuflas lo miraron irónicamente y el Tipo las mató metiendo los pies adentro. Se apoyó en el colchón y se levantó. Como siempre. Como todas las mañanas, de lunes a viernes. Prendió la radio. Cotelo, con su rutina de buen humor, le deseó los buenos días. ¡La puta que lo parió!, pensó el Tipo, ¿cómo puede estar contento a esta hora? Subió un poco más la radio. Y arrancó para el baño. De reojo, yendo hacia el inodoro, se miró en el espejo. Toy hecho pelota, se dijo, mientras bostezaba y se ponía a mear. Toy pa'tirar. Y en ese momento, justo en ese momento, se acordó de la luna que había visto ayer. Mañana, se dijo el Tipo, llegó el hombre a la Luna. Mañana Armstrong dijo "Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad". ¿Habrá pensado en Humanidad con mayúscula o con minúscula? Suena igual, pero ¿cómo lo pensará Armstrong? Y el Tipo se dio cuenta que le importaba un carajo. Ayer esto será historia. Y como todas las mañanas, del baño arrancó para la cocina con la radio portátil. Llenó la caldera para el café y para el mate, y prendió la hornalla de la cocina. Por la ventana, buscó la Luna. No la vio. Sentado en el banquito, con el codo en la mesa, mientras esperaba que chiflara la caldera, relojeó con las orejas las noticias de mañana que contaba Cotelo. Lo de siempre, se dijo el Tipo.Tenía frío, ya que no le gustaba ponerse pantalones antes de despertarse del todo y seguía en calzoncillos. Puso yerba en el mate, le tiró un poco de agua tibia, y siguió pensando en la Luna. Y en la Gorda. Y filosofó, como solo se filosofa en calzoncillos y de mañana temprano, "esto no lo cambia nadie".
Autor: Esteban Valenti
Choque frontal
Eran dos fanáticos de sus religiones y aunque habían compartido la escuela pública, cada uno se había aferrado a su credo, a sus verdades, a su libro, a su dios. Se habían encontrado en una librería después de varios años y discutían acaloradamente en medio de uno de los pasillos repletos de libros. No era una discusión teológica, sino sobre los aspectos más duros de sus credos, incluso de la historia de sus religiones. Eran tenaces y durante casi una hora, pasando de tonos sarcásticos a feroces, seguían llamando la atención de todos los presentes en la gran librería. De repente, un hombre mayor se acercó al dúo de combatientes con un libro en las manos y le leyó una frase: «La tolerancia es la mejor religión» y les mostró la tapa, Víctor Hugo.
Un tropezón
Hicieron el amor aprovechando que los niños no se habían despertado. En silencio porque las delgadas paredes no permitían muchas libertades. El ómnibus pasó puntualmente y marcó la tarjeta de ingreso justo a tiempo. Se cambió de ropa y trepó hasta el último piso de la enorme estructura de hormigón que estaban construyendo. El monta carga repleto de trabajadores tuvo que hacer un lento esfuerzo para trepar los 17 pisos. Se le fue volando la mañana terminando la plancha de cemento y acero. Y estuvo a un tris de irse, también volando desde aquella altura, si Miguel no lo hubiera atajado cuando tropezó al borde de la planchada. Ese día llegó a su casa con una sensación diferente.
¿Se puede?
Hablaban de filosofía, más preciso aún, de las diferentes corrientes de la filosofía y llegaron a una conclusión muy breve y tajante: dos verdades no pueden contradecirse entre sí.
Una más
Era una tarde lluviosa, los árboles estaban tristes, llorosos y el miraba a través de la misma ventana de siempre como se escurría su soledad.
Un desvelo
No podía sacarle los ojos de encima, recordó todo lo que había escuchado en la reunión, quiso repetirlo palabra por palabra, pero ella seguía allí, sin siquiera devolverle una mirada, un descuido, nada. Y él no podía sacarle los ojos de encima a aquellas curvas infernales.
Impune
No, no nació en Barracas, era de la Unión, lo habían mandado al liceo militar por desesperación, para sacárselo de encima, para no soportarlo. Y llegó hasta el final y se destacó en una sola cosa, por cobarde. Así, asesinando desarmados y desarmados se ganó la medalla: era el matador, el máximo logro de su vida. Nadie lo buscaba, sus cómplices le habían encontrado una coarta. No lo saludaba nadie. Era un paria, pero seguía siendo el matador.
Cuatro palabras
El tribunal presidía con toda la solemnidad y sus lujosas ropas aquel juicio que todos sabían que pasaría a la historia. Un pintor dibujaba un bosquejo de los ilustres señores de la iglesia, ellos posaban. Fueron magnánimos pero firmes y lo condenaron pero lo salvaron del cadalso. Al acusado le prestaban poca atención, él no era el ilustre. Cuando todo terminó, en voz baja pronunció una frase muy breve: e pur si muove. No podía retratarse, pero fue lo que pasó a la historia.
Turrido
Caminaba por una callecita empedrada y en bajada, entre viejas casas centenarias, por una ventana se escuchaba cantar a Totó Cotuño sobre un Presidente partisano. Sentada en una silla de paja, frente a una puerta, una anciana de negro cortaba berenjenas, una pareja vestida de domingo iba a misa, de una pared, dentro de una casa colgaba una corta escopeta casi herrumbrada. Se asomó al final de la calle a un balcón lleno de flores y de sol. Un mar de un azul único lo deslumbró, en él navegaba una sola barca con una vela latina de color herrumbre, entonces recordó una vez más que era siciliano.
Nostalgia
Por la forma de pararse, de pisarla contra el piso, de caminar por esa gran avenida, gritando las mismas cosas, marchando hacia un gran palacio construido con decenas de mármoles y de una belleza que no era solo arquitectura, sino el alma del pasado de un pequeño gran país. En una tarde gris y lluviosa, donde la nostalgia brotaba de tantos lados a la vez, como un tango, mientras el perfume de chorizos al medio tanque se enroscaba con las voces, recordó el llanto y las risas de sus tres hijos y entonces volvió a recordar que también era uruguayo.
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias